Referéndum de aprobación de la Constitución Española el 6 de diciembre de 1978. El Norte
La Platería en llamas

La ciudad y los perros

«Si todos ellos hubiesen votado en contra de aquel texto porque contenía artículos aberrantes para su modo de entender la convivencia jamás habríamos recuperado la normalidad democrática»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 29 de enero 2025, 06:49

La primera norma ómnibus que me viene a la memoria, y acaso la más trascendental que haya pasado ante mis ojos, es la de la Constitución Española de 1978; una Carta Magna de vigencia y utilidad acreditada, a pesar de que lleva años esperando incómodas ... y costosas reformas que nuestra política condescendiente y acobardada pospone sine die.

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La Constitución es un lote surtido que procura complacer anhelos dispares y que fue pespunteada para tal fin por los tirios y los troyanos de aquel momento crítico. Podría decirse que todos ellos la discutieron en detalle, con precaución y pies de plomo, a sottovoce y sin aspavientos, para no despertar a los perros. Supuso el ni para ti, ni para mí de unos representantes que salieron cautelosos de sus trincheras para encender y fumar la pipa del armisticio en tierra de nadie, lo más lejos posible de sus respectivos polvorines y ante la mirada expectante de una Europa ansiosa por completar los huecos del rompecabezas continental que aún afeaban la silueta de su proyecto unitario.

Todos los bandos emplazados cerraron los ojos y tragaron el humo de aquella pipa, aunque las hebras del tabaco estuvieran secas y las bocanadas rasparan a su paso por la garganta como ventiscas de arena. El texto no enamoraba. Hasta Felipe González la defendió afirmando que compensaba su parquedad con capacidad resolutiva. Prácticamente todos los parlamentarios hicieron de tripas corazón cuando la aprobaron en octubre de 1978, exactamente igual que los millones de españolitos venidos al mundo antes de 1960 y que la respaldaron durante aquel referéndum del 6 de diciembre, fecha que aún se recuerda y se celebra, aunque el motivo de muchos para hacerlo solo guarde relación con el puente festivo que propicia.

La Constitución fue fruto de la trágala compartida, sensata y consciente hasta el punto de convertir el extremo de sus concesiones en una virtud, en prudencia cívica y responsable.

Ante la tesitura de votar a favor o en contra de la Constitución, unos españoles se sintieron inclinados a aceptar que en las entrañas de su articulado hallara acomodo estable una monarquía parlamentaria sobre la que recaería la jefatura del Estado, aunque desde la muerte del dictador hubieran preferido un pacífico desalojo de la Casa Real y el advenimiento de la tercera República. Otros, por su parte, tuvieron que transigir con la desigual fragmentación de la administración territorial, acelerada y notable en el caso de las autonomías históricas, aunque jamás hubiesen cedido tales escrituras de soberanía a los nacionalismos periféricos.

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Si todos ellos hubiesen votado en contra de aquel texto porque contenía artículos aberrantes para su modo de entender la convivencia, jamás habríamos recuperado la normalidad democrática. Quién sabe qué fantasmas emboscados nos hubieran asaltado por aquella senda.

Podría decirse que pocas personas nacidas antes de 1960, y por lo tanto votantes en aquel referéndum, vivieron en la España que hubieran deseado, pero eso no les impidió compartirla, defenderla y mejorarla. Antes que republicanos o monárquicos, conservadores o progresistas, demostraron ser demócratas. Su capacidad para ceder en beneficio del bien común nos ha traído hasta aquí, donde hoy son rehenes de una intransigencia recurrente. Muchos acaban de convertirse en viajeros sin bonobús, o en jubilados sin margen en el monedero para encender su calefacción el tiempo que necesitan, mientras los plenos municipales y los parlamentos anegan sus actas con verborrea imprudente, hostil y atronadora, de esa que hace saltar chispas en las trincheras, junto a los polvorines que custodia cada cual; de esa que acaba despertando a las jaurías.

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