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En 1975, mi profesora de EGB fumaba. Aunque, de entre todas las peculiaridades que podían manifestarse con su sola presencia, aquella ni siquiera fuera la más apropiada para despertar una fascinación unánime e indisimulada entre los niños de mi clase. Para reconocer semejante consenso cabe ... recordar otras como su juventud (continuaba estudiando en la Universidad), su dulzura, su elegancia, la modulación de una voz siempre serena, o una notable estatura —que acaso solo fuera tal entre niños de apenas siete u ocho años—; incluso aquella poblada y brillante melena negro azabache que a menudo recogía en una impecable cola de caballo.
Solía vestir pantalones vaqueros, jerséis de lana y cuello vuelto que solo protegía con una bata blanca si la actividad a realizar con nosotros, siempre embadurnados con pinturas al agua, hilos de pegamento Imedio y lamparones de plastilina, presagiaba alguna mancha. Su recuerdo me dibuja en la memora la semblanza de una progre de libro —no de manual, sino de novela—, justo en el ecuador de los años setenta. Una progre capaz de practicar la paciencia con una destreza que nunca vi antes y jamás he vuelto a ver en los cincuenta años transcurridos desde entonces.
No recuerdo si su tabaco era negro o rubio, pero sí que a veces fumaba en clase con una naturalidad que hoy sería, además de delictiva, bochornosa. Para rematar la excentricidad, he de subrayar que mi profesora encomendaba de vez en cuando a algún alumno la compra de una cajetilla en el quiosco que podía verse desde las ventanas del aula. Cuando el niño elegido para la tarea regresaba minutos después y le entregaba la compra junto con el cambio, ella solía recompensarlo con un par de pesetas de propina. Retiraba el precinto de la cajetilla, encendía un cigarrillo y entreabría una de las ventanas que asomaba a la plaza de San Juan, aunque estuviésemos en febrero, para arrojar sus bocanadas a la calle.
Ahora, semejante actitud es tan abyecta, y a tantos niveles distintos, que solo plantearla espantaría incluso al más descerebrado y libertario de los miembros de la Asociación nacional de puro. Pero hace 50 años la secuencia era normal. Tanto como llegó a serlo aquellos días abrir alguna ventana del aparato policial franquista para arrojar por ella desde un tercer piso a estudiantes como José Luis Cancho. Tanto como interrumpir a palos una asamblea estudiantil. Tanto como clavar un papel en el portón de la Universidad para ordenar su cierre, aunque la Valladolid de 1975 no se pareciera a la Wittenberg de 1517, ni aquella grotesca nota ministerial clausurando el curso tuviera la enjundia intelectual de las noventa y cinco tesis luteranas. Más bien suponía el estertor final de una vileza moribunda.
Han pasado cincuenta años de aquel cierre ignominioso. Muchos son quienes se rascan la nuca para recordar sus gestas de aquellos años y a mí no me salen las cuentas. Pareciera que en este presente nuestro brotan los héroes en los vacíos que va dejando la memoria colectiva, como colonos que se asientan en territorios ocupados.
Publicó Umbral aquel año del cierre, en su novela 'Las ninfas', que el cielo viene a ser para los cristianos lo que el futuro es para los progresistas. Cincuenta años después, resulta que el futuro de aquellos progres de la universidad paralela y de las luchas por la igualdad y la libertad transige con una Universidad pública agonizante entre recortes, el apoyo político al negocio privado y la multiplicación demagógica de facultades para complacer sensibilidades territoriales. No sé si dentro de cincuenta años, en el cielo progre de hoy, semejante abandono será un delito tan abyecto como lo es ahora fumar en clase y hacer que los niños compren tabaco. Lo que sí sé es que producirá una vergüenza igual de insoportable.
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