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Cigüeñas en la iglesia de Traspinedo. Alberto Mingueza
Opinión

Cigüeñas sin nido

La platería en llamas ·

«Intimida el potencial estupor que podría desatarse si todas ellas iniciasen una coreografía desesperada por exigencias del guion»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 16 de octubre 2024, 07:02

Qué pronto nos habituamos a las señales del desastre, como la que encarnan todas esas cigüeñas que desde hace algunos años han decidido permanecer en Valladolid durante el invierno. Me pregunto si lo han hecho tras una reflexiva ponderación de pros y contras, como solemos ... hacer los seres humanos ante nuestros dilemas, o esta inquietante y ya habitual prolongación de su estancia entre nosotros es fruto de un arrebato impetuoso, consecuencia de uno de esos impulsos indomables que también mantienen al ser humano encadenado a sus instintos.

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En cualquiera de los casos, las veo a diario, como miles de paisanos y vecinos, entre las cornisas de la Facultad de Medicina y los tejados de la iglesia de la Magdalena. También, alineadas en los aleros de la Residencia Alfonso VIII y sobre las espadañas y tejados en torno a la plaza de San Juan. Todas listas por si tuviera lugar un casting de Alfred Hitchcock, atentas al grito de «acción» para rodar una de esas películas que convierten en terrorífico el contexto más inofensivo.

La cigüeña es un animal que bien pudiera cumplir con los requisitos contemplados por la mente retorcida del maestro que supo transformar una bandada de gaviotas en una horda. Viven serenas y contemplativas entre los tonos pastel del imaginario infantil que ronda las maternidades desde que a alguien se le ocurrió que en su llegada estacional traían prendido del pico un pañuelo con un recién nacido dentro. Aunque concibo pocas situaciones más terroríficas que la de abrir los ojos al mundo en calidad de recién nacido y verte transportado de esa guisa por un ave zancuda de mirada torva y pico letal. Porque las cigüeñas son elegantes y agradables a la vista, sí; majestuosas en el vuelo y entretenidas en la observación. Pero su envergadura intimida de cerca tanto como su vuelo bajo, cuando dibujan ochos infinitos sobre nuestras cabezas. También cuando miran en silencio, hacia el asfalto de nuestras calles, y acumulan el potencial estupor que podría desatarse si todas ellas iniciasen una coreografía desesperada por exigencias del guion.

De cuantas han decidido permanecer por estas latitudes más allá del mazapán, acaso me sobrecogen sobremanera las que reposan en lo alto de las antenas. Antenas de ocho y doce metros, espigadas como juncos, que terminan en pico y plumas, como acróteras delicadas en la cúspide. Será por mi respeto a las alturas, o por esa quietud solitaria y esa paciencia que parece inagotable, aunque sabemos que nunca lo es. Una antena, una cigüeña parapetada en lo alto, como un Buda que alcanza la iluminación aunque solo esté afanado en soportar su circunstancia. Y están ahí porque no disponen de otro lugar: O se agolpan en las cornisas o se aíslan sobre las antenas, porque no hay lugar para más nidos.

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El último censo ya dejó constancia del incremento en el número de parejas de cigüeñas en nuestra tierra. Por lo visto, los cambios climáticos y sus desastres asociados pueden propiciar condiciones de temperatura habitable durante los inviernos pero son incapaces de contemplar la demanda habitacional que provocan. Si hay más cigüeñas que nidos es fácil colegir que subirá el tono de los crotoreos.

Me pregunto si todas esas cigüeñas parapetadas en antenas han decidido vivir en solitario, sin nido propio ni familia, tras una reflexiva y silenciosa ponderación de pros y contras, como hace nuestra juventud ante el precio imposible de la vivienda, o su precariedad es consecuencia de uno de esos imponderables e inexplicables caprichos del mercado que también mantienen al ser humano encadenado a su codicia. En cualquiera de los dos casos, me asombra la facilidad con que nos acostumbramos los humanos a las señales del desastre.

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