![Cautivos de Paquito el Chocolatero](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2023/08/15/1470022425-k0cD-U2001010927879EZD-1200x840@El%20Norte.jpg)
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No se engañen. La culpa de toda la parálisis que se pasea conmigo ahora mismo por la ciudad de Valladolid, mientras busco mi propia sombra entre las calles del centro, como un Juan Preciado por una desierta Comala, no es estacional, ni patrimonio del Día ... de la Virgen, ni fruto de las pausas fabriles, programadas, largas y merecidas, que antaño nos marcaban el ritmo respiratorio desde los polígonos industriales. Aunque todavía pueda parecer que así es, por supuesto, gracias a la fuerza de la costumbre, a la memoria y a su tentadora inclinación por la nostalgia.
No en vano, hasta no hace mucho, Valladolid sostenía un cartel sobre la mente de todo el vecindario con el rezo innegociable de «cerramos en agosto». En cuanto enmudecían los tornos de FASA a lo largo de sus naves interminables y a lo ancho de sus tres turnos eternos, la ciudad bajaba la persiana. Así de sencillo, así de práctico. Lo hacía justo en el compás de inicio en una partitura estival que habría de perpetuarse con el vaivén vigoroso de Paquito el Chocolatero martilleando en bucle binario y sin fin, como si su misión primordial hubiera sido la de marcar la boga de combate en la galera de Ben-Hur y cuyo eco aún resuena tanto por los valles y pueblos diáfanos de la provincia como en el oído interno de todos sus enfebrecidos condenados a fiestas forzosas en agosto.
Pero eso era antes y ya pasó.
No se engañen –les decía– como acostumbran a hacer los negacionistas cuando justifican el exceso de calor padecido de últimas con el estribillo del verano; incapaces de reconocer que cuando llegue el invierno mantendrá su querencia a permanecer entre nosotros, oculto y enmascarado como un parásito. Ahora, la ciudad vive una detención distinta a esa parálisis estacional que está viva tan solo en la intimidad de la morriña; sufre un ralentí inquietante que en modo alguno se debe al entumecimiento en el tejido de sus músculos y que persiste, sin embargo, incluso después de poner en marcha los motores de las factorías y de encender otra vez la luz en todas las naves industriales. Es una inmovilidad extraña que se ha depositado en el firme, como una pátina de dejadez o de indefinición capaz de cubrir la superficie de las calles, aunque estén repletas de terrazas, sombrillas y parapetos y que alargará su deriva, sine die, si nadie lo remedia. Porque no se trata de una parálisis provocada por la moridera o el agotamiento. Tampoco es obra de la pérdida de población o de oportunidades. Valladolid no para, pero cuando se asoma por la ventanilla observa que el horizonte sigue igual. Valladolid avanza, pero sin moverse del sitio; camina, pero cautiva de una conga, encadenada a la charanga eterna de Paquito el Chocolatero –un paso adelante, otro atrás; uno a la derecha y otro a la izquierda– para no variar sus coordenadas.
Me pregunto mientras camino por sus calles vacías en la semana más desoladora del año, de qué le sirve a Valladolid todo cuanto hace y cuanto tiene, todo cuanto sufre y trabaja, si no se respeta a sí misma, si no ha decidido aún por consenso el modelo de ciudad que desea. Un día cuelga jardines, despliega carriles para bicis, amplía zonas de bajas emisiones o cose la brecha del tren y al siguiente recupera carriles para el automóvil o paraliza las costuras para reiniciar el proceso del soterramiento.
No se engañen. Pueden sentir que la ciudad se paraliza hoy solo porque estamos en agosto, pero llegará el invierno y remará, día tras día, como si estuviera encadenada en la galera de Ben-Hur, a boga de combate, aunque continúe errante, navegando en círculos, si cada capitán que elegimos pega un golpe de timón y cambia de rumbo.
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