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El cuadro de Gisbert. El Norte
La Platería en llamas

Cadalso y pedestal

«La realidad se burla de nosotros y lo hace delante de nuestras narices. Baila y gesticula a dos palmos de nuestra extrema atención, mientras nos concentramos inútilmente en mantener los ojos abiertos para no perder detalle de sus aspavientos»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 24 de abril 2024, 00:04

Cuentan —yo no lo vi— que el partido aún discurría por la incertidumbre del empate; que los jugadores de ambos equipos mantenían intacta la visualización de su victoria; que la expectación, aunque encendida, mantenía cierta serenidad en el colosal graderío del estadio. Aún no se ... había consumido un tercio del tiempo fijado para dirimir el encuentro, a pesar de que ambas aficiones habían disfrutado ya con la celebración jubilosa de sendos goles, que no son sino una anticipación placentera, como una cata comedida del sabor que habrá de dejar la victoria en el paladar si la fortuna, al fin, consiente.

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Presumamos, pues, que el partido aún suponía una delicia para todos, un frenesí sin roturas ni lamentos, el Empíreo prometido que desearía cualquier devoto de los encuentros con pedigrí, de la rivalidad deportiva limpia e infinita, tan similar al amor apasionado. Por tanto, es de suponer que aún permanecieran verticales y en lo alto todas las espadas cuando Raphinha, desde el banderín, repuso en juego un balón raso que aprovechó Lamine Yamal para detener la historia del deporte hecho espectáculo, de la épica hecha entretenimiento, de la justicia hecha dilema.

Poco importa que hubiera tres jueces en el campo (más un cuarto fuera de él), junto a otros tantos dispuestos en la habitación del VAR. Tampoco parece relevante que más de ochenta mil testigos presenciales apenas parpadearan cuando el balón inició su baile entre la línea del césped, el cenit del larguero, la sombra de Cubarsí y los guantes espantados y azarosos de Andriy Lunin. Ni siquiera ha decantado la turbulencia y aclarado esta realidad indistinguible el hecho, cada vez más cotidiano pero no por ello menos milagroso, de que millones de espectadores, muchos de ellos sin filias o fobias manifiestas por uno u otro, pudieran observar desde los rincones más alejados del planeta el instante preciso en que tuvo lugar el último gol fantasma de la historia, ese que habrá de traer más cola judicial y más alegato columnista que el caso Dreyfus, acaso tantas interpretaciones como las brotadas después de visualizar las imágenes del asesinato de Kennedy y más teorías, si caben, que cuantas germinan aún bajo el riego tibio y constante de la conspiranoia tras el colapso del World Trade Center.

La realidad se burla de nosotros y lo hace delante de nuestras narices. Baila y gesticula a dos palmos de nuestra extrema atención, mientras nos concentramos inútilmente en mantener los ojos abiertos para no perder detalle de sus aspavientos. Muchos, incluso, somos conscientes de nuestros propios prejuicios y procuramos alejarlos para no tergiversar la coreografía del conjunto, pero ni por esas.

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Hoy se recuerda la fecha en que Padilla, Bravo y Maldonado fueron decapitados en la Plaza Mayor de Villalar, después de una derrota que ni siquiera llegó a ser batalla. Desde entonces la realidad los ha vestido, según épocas y vientos, de villanos y de héroes, de avanzadilla de la modernidad y de retrógrados asiduos a la prebenda medieval, de revolucionarios y de liberales. Sin embargo, toda la gloria que cambió su cadalso por un pedestal guarda íntima relación con aquel cuadro pintado por Gisbert hace poco más de siglo y medio y que brindó la estética precisa a una inquietud puntual. Sin la costura de esa imagen altiva y orgullosa de los derrotados a la ínfula decimonónica de una España necesitada de símbolos y referencias, acaso nunca hubiera sido posible. La foto fija de Gisbert no necesitaba apoyarse en la realidad, ni ser certera, para despertar convencimiento y convertir el equívoco de un instante turbio en un gol épico. El mismo que durante décadas y generaciones debió de suponer la parada más providencial que vieron los espectadores de la historia imperial de España.

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