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No hubo en la guerra de las Comunidades liderazgo notable de origen vallisoletano. Aunque le pese a esa parte del leonesismo todavía convencida de que ... desdeñar la fiesta de Villalar supone dar la espalda a Valladolid, los cabecillas comuneros, como bien sabemos, llegaron dispuestos a afrontar el fundido en negro de su destino hasta la campa embarrada aquel 23 de abril de 1521 desde Salamanca, Segovia y Toledo.
La sombra del noble principal que destacó en Valladolid, Pedro Girón, conde de Ureña, señor de Osuna, Peñafiel y un largo etcétera, aún se proyecta borrosa, a pesar de su grandeza heráldica, entre la gloria y la decepción, la audacia comunera y el lamentable tufo que desprende la perfidia. Juraría que ni siquiera ha hallado motivos evidentes, razonables y sinceros alguna corporación municipal de la ciudad de Valladolid para homenajearlo, aunque solo fuera bautizando una humilde y estrecha calle con su nombre.
Para empezar, Girón y Velasco no fue catapultado directamente hasta la gloria por la vía del martirio. El cadalso, además de eficaz, ha demostrado con el tiempo ser un requisito indispensable para cultivar mitos y leyendas. Así lo prueba también la memoria del Empecinado, héroe nacional y liberal coherente que, en contra de lo que hicieran otros guerrilleros como el despiadado cura Merino, jamás se plegó a la voluntad caprichosa y absolutista de la Corona, aunque eso le costara finalmente el aliento.
Pedro Girón y Velasco, el comunero arrepentido, el desertor de retaguardia, logró mantener su cabeza sobre los hombros, a pesar de que capitaneó mesnadas y dirigió la Junta comunera de Tordesillas. Un hecho inaudito que aún baila, a tenor de sus maniobras militares por Tierra de Campos, entre la suerte, el cálculo ventajista, la cobardía, el arrepentimiento, la impericia estratégica, la ambigüedad y la intercesión familiar. Además, sus motivos para sumarse a la rebelión bien pudieron alimentarse con el mismo despecho egoísta fermentado en el fuero interno de aquella nobleza impaciente y arrogante, resentida por el desdén de un monarca extranjero que entró en los dominios heredados de la reina Isabel sin tiento ni tino, con los andares de un elefante que se pasea pretencioso entre los estantes de una cristalería.
Aunque, en realidad, aún no están claros los derroteros de su voluntad, ni sabemos con certeza si traicionó la causa principal comunera por un arrebato pueril, cuando entendió que perdía el pulso del liderazgo ante la dignidad, el carisma, la gallardía y el aplomo de Juan de Padilla —y que asumiría sin titubeos, tras su ejecución, María Pacheco, su esposa—, o en cuanto tuvo noticia de la proporción creciente de fuerzas profesionales que movilizaba el bando realista. Si pudiera especular, yo me decantaría por esta última. No en vano, Girón y Velasco contaba con la baza ganadora que siempre ha supuesto una buena pareja de padrinos entre los correveidiles del poder. Acaso ese fuera el motivo por el que acabó, en efecto, ungido con la clemencia del emperador Carlos, como otros rebeldes que hallaron cobijo en ese Perdón general promulgado en 1522 para pasar página y pacificar definitivamente el territorio castellano. Una amnistía inteligente urdida por el carácter renacentista de aquel hombre de Estado moderno que paladeaba las citas de El príncipe como si fuera Pedro Sánchez.
Girón y Velasco encarna a ese comunero oportunista que siempre encuentra excusas para ausentarse de Villalar; al simpatizante de la causa, con reservas, al grandilocuente de la idea, con matices; al capitán Araña que embarca al pueblo sin pisar cubierta. Y todo indica a que el liderazgo de conveniencia continúa intacto entre nosotros.
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