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Uno de nuestros majestuosos ejemplares de plátano de sombra acabó en el suelo por las embestidas del vendaval que acompañaba a Nelson. Acaso la borrasca ... bautizada con el apellido de aquel azote inglés —inmisericorde pesadilla para el pabellón napoleónico— incorporó a la furia propia de su naturaleza el ardor guerrero que manifestara el vicealmirante durante el curso de sus mejores días. Cuando menos, parece que el temporal se empeñó en mantener intacto el mismo afán por desarbolar navíos enemigos que albergaba el mítico oficial. Hasta pareciera que llegó a confundir con uno de ellos a nuestro querido Campo Grande. No le culpo. Visto por su proa, es posible imaginarlo con José Zorrilla en calidad de mascarón.
Nadie sabe a ciencia cierta si los nombres tienen la capacidad de otorgar características tan evidentes —unas temibles y otras deseadas— como la furia, el arrojo, la generosidad o el entendimiento. Nosotros, los ciudadanos racionales del siglo XXI, y por si la superstición manda en algún rincón escondido de la realidad que se nos escapa, abusamos paradójicamente de alguno de ellos, como el de Pedro, quien fuera 'primus inter pares', mientras vetamos otros —incluso por imperativo legal—, como el de Judas, quien fuera hijo de la pobre Ciborea.
Lo que sí sabemos, gracias a la certeza que procura la estadística, es que el ademán de la prudencia siempre dificulta las cosas al empeño irredento de la fatalidad y que los vientos furiosos, bautizados o no con el nombre de grandes guerreros, invitan a cerrar parques y jardines, como el Campo Grande, para que a nadie se le eche encima la colosal y mortífera envergadura de un plátano de sombra centenario; una de esas asombrosas criaturas que quizás compartió alboradas y rayos de sol con el rostro de Nelson y que ha sabido engarzar centurias para extender con su serena y admirable quietud el abrigo de nuestra identidad más inmediata.
El árbol recién caído encontró su final en solitario, precisamente, por esa precaución tan perentoria. El que fuera testigo de millones de paseos, de otras tantas declaraciones y rupturas amorosas; aquel que vibrara en sus entrañas con las carreras de los niños y las broncas pajareras, con la cavilación inacabable de los peripatéticos y con la observación aquietada de los escritores, debió de sentir que lo arrancaban de la vida en el instante justo de caer, con todo el equipo, sin nadie que lo viera.
Me pregunto si hay registro del momento, si alguna cámara de seguridad grabó sin intención y de soslayo algún fotograma que contenga su final; si algún insomne en plena duermevela recuerda haber oído, al menos, el estruendo que debió de producirse; si alguien despertó confuso y contrariado por un crujido que creyó soñar antes de volver a cerrar los ojos.
George Berkeley ya se preguntó, antes incluso de que Nelson naciera, si hacía algún sonido el árbol que caía en el bosque sin que nadie estuviera allí para escucharlo.
Yo quisiera saber si nuestro plátano de sombra, que cayó por culpa de Nelson, hizo algún ruido. Es decir, si alguien lo oyó caer o si, por el contrario, todos dormíamos. En ese caso y después de todas sus décadas de vida, pudo ocurrir que cayera, en efecto, sin ruido alguno, en el más absoluto silencio; caer y morir, pues, sin haber lanzado con un crujido seco y sonoro ese «hasta aquí hemos llegado» que todos quisiéramos dejar impreso en la memoria del mundo para certificar que hemos existido; hacerlo antes de que todos duerman por sueño, por cansancio o por el efecto somnífero de una ley infame, por mucho que sea bautizada con el nombre de Concordia, que pretende desarbolar la realidad de nuestro pasado procurando que nadie se mantenga despierto y vigilante para escucharla.
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