Uno había asumido ya que el mes de abril jamás volvería a nuestras vidas; que es un mes perdido, ausente desde que un individuo sin identificar —lo que para Alvise Pérez es siempre y en toda circunstancia un MENA—, se lo arrebató a Joaquín Sabina ... en un descuido. Similar contratiempo al ocurrido con aquel famoso carro de Manolo Escobar, que años antes sufrió igual suerte mientras su propietario sesteaba, como rumbosa y honrosamente reconocía, a tenor de sus propias palabras.
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Parece que este país no hace más que robarle cosas de valor a sus cantantes –habrá que oír los estribillos de la próxima cantinela firmada por Nacho Cano para conocer con exactitud el inventario de todo lo que pretende sisarle esta España ingrata y vengativa que lo mantiene sitiado en el mismo centro de la Barataria más cosmopolita. Es probable que en sus versos, pareados y silabeados a cuentagotas entre los latidos de una caja de ritmos, acaben arrimándose la persecución y la investigación, la inocencia y la paciencia, el trabajo y el destajo, los artistas y los turistas, Ayuso con excuso, Sánchez con sandez. Y si se diera el caso de que a usted le resultara imposible alguna de estas rimas, solo ha de sujetarle la bebida isotónica al pequeño de los Cano y verá de lo que es capaz a dos manos.
Sin embargo, a diferencia de aquel carro, de cuyo hurto no surgieron más que farras y chacotas, la ausencia del mes de abril, robado a Sabina, propició desde los años ochenta en que tuvimos conocimiento del hurto una tristeza y un desánimo general que apenas había tenido parangón en nuestra vapuleada España hasta entonces, a pesar de su famosa, ancha y profunda pileta de lágrimas, duelos y quebrantos. Acaso se debiera a que tanta melancolía intercadente, como la que el bardo de la chistera glosaba en sus cánticos, solo puede brotar en los países desarrollados cuando las criaturas que los habitan y mantienen son víctimas de su progreso. Así ocurrió, según nos contaba Sabina en su propia denuncia versificada, que su vieja, derrotada, se marchitaba en el sillón viendo 'Falconcrest', o que en la pizarra aún pasaban lista los profes de Latín. Pobres. Ni siquiera Sabina, el cantautor de los vencidos, tuvo el generoso gesto de advertirlos en alguno de sus temas de que su meteorito ya había caído al otro lado del planeta y que sus gigantescas y longevas declinaciones estaban a punto de extinguirse.
Lo cierto es que desde entonces, parece que todos aceptamos la ausencia sine die del mes de abril como quien afronta su propia estatura, con estoica determinación, asidos a esa entereza contagiosa y admirable que mantiene a Torrijos, elegantemente vestido, ante su pelotón de fusilamiento en esas mismas playas malagueñas que hoy soportan el aguijoneo de las sombrillas y el sobrepeso sudoroso de las tumbonas desde el alba hasta el ocaso, entre el aroma de los espetos y el perfume de las cremas solares.
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Y así estaba asumida la ausencia de un solo mes, desde los años ochenta, hasta que he reparado en que también nos falta agosto, ese que cerraba la ciudad y la transformaba en un aquietado laberinto de silencios. Poco a poco sus semanas han sido ocupadas por la liga de fútbol, empeñada en convertirlo en su mes de hinchas desocupados; también por el trasiego casi fabril que se deja tejer con los preparativos de las fiestas de la Virgen de San Lorenzo.
Me pregunto dónde está mi mes de agosto en Valladolid, el de los bares en penumbra, el de los buzones llenos y las calles vacías durante noches ideales que solo Olvido Alaska podría aprovechar para vengarse de vaya usted a saber qué. Acaso de alguien sin identificar que le robó la locura o la lucidez, de un sambenito sin nombre ni apellidos que Alvise Pérez colgará a los pobres de siempre.
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