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No hay mejor perspectiva urbana en Nueva York que su vista panorámica desde la plaza Columbus Circle (Glorieta de Colón, en versión hispana) para medir el poderío de la metrópoli en todo su esplendor, tomando la estatua del gran navegante genovés como aguja fija ... en su proyección hacia los rascacielos de Broadway y la Octava Avenida. Las densas nubes de primavera navegan sobre el cielo azul de la ciudad despierta siempre, rompiendo ellas los mascarones de los más altos edificios. Colón sigue apuntando el dedo hacia el este, desde su pedestal, con la solemne parsimonia de marino que dejó impresa en bronce hace más de un siglo el escultor catalán Jerónimo Miguel Suñol y Pujol. Esa escultura, objeto de la ira antirracial en varias ocasiones anteriores, está amenazada ahora de muerte por el irrefrenable movimiento de protestas tras la muerte del afroamericano George Floyd en el transcurso de su detención por la policía de Minneapolis hace tres semanas. Parece imposible que esa estatua símbolo de la urbe paradigma de los valores del riesgo, la aventura y el descubrimiento que llevaron al marino genovés hasta el Nuevo Mundo, pudiera ser ahora víctima de una algarada integrista y fanática.
Ante la escalada de violencia que ha provocado en Estados Unidos un arrebato destructivo de estatuas de Cristóbal Colón en varias ciudades (hay más de medio centenar de ellas entre el océano Atlántico y el Pacífico sobre tierra estadounidense que nunca llegó a pisar el descubridor), el alcalde de Nueva York Bill de Blasio ha ordenado instalar un cordón policial en torno a la escultura. Es un círculo de seguridad armado que se suma al estruendo permanente y al vendaval de coches que la circunvalan sin descanso de día y de noche. Los manifestantes derrumbaron esta semana en St. Paul (Minnesota) una estatua de Colón; en Boston otra escultura en memoria del descubridor fue decapitada y cubierta con grafitis y símbolos contra la supremacía de los blancos; en Richmond (Virginia) fue cubierta otra escultura del navegante de pintadas y carteles, reivindicando la propiedad de ese territorio en nombre de la tribu indígena Powhata. Y así, en esa furia equívoca de avatares históricos sujetos a revisión, hasta una decena de esculturas colombinas han sido destruidas, decapitadas o arrojadas al agua en los últimos días, un aquelarre de violencia enardecido con argumentos inciertos de difícil comprensión.
En ningún otro lugar del mundo se ha vivido como en los países de Europa del Este, satélites la Unión Soviética, ese vistoso espectáculo de la destrucción de estatuas, que se inauguró unos años antes de la caída del muro de Berlín. Caído en desgracia el dictador Iósif Stalin tras su muerte, Nikita Jrushchov mandó desmontar ordenadamente decenas de estatuas de su antecesor en el Kremlin, comenzando por la del monumento de 17.000 toneladas de granito levantada a su memoria y honor en Praga. Poco antes de su ruina, el final del poderío de la Unión Soviética fue anunciado en el Parque Letná de la capital checa con una explosión de 800 kilogramos de dinamita, la voladura de los restos del monumento estaliniano del que no queda sombra. Derribar una estatua es un intento de borrar la sombra de alguna vergüenza humana o sacar de la historia al autor de una infamia. Pero ¿es posible destruir una sombra? Si la demolición de una estatua, obra de una multitud desenfrenada, es el resultado del linchamiento de la persona representada en ella, no es probable que esa hazaña colectiva logre cambiar de repente el mérito o la vileza del personaje sacado de su tiempo. No todas las estatuas tienen la densidad histórica ni la sinceridad artística necesaria para que su exterminio obligue a revisar el juicio de los cronistas, que las elevaron a la gloria pública en premio a sus proezas de armas o de letras.
Las cruzadas de revisionismo aplicado a la crónica negra del racismo en el arte y la literatura, con violencia o sin ella, se prodigan estos días por doquier. En el género humorístico de ese examen de dogmas, cabe señalar la iniciativa de parodia grotesca de una empresa suiza fabricante de un sabroso chocolate de cuyo envoltorio tradicional ha retirado el perfil de una cabeza de negro que había hecho célebre a la marca. Varias cadenas de televisión norteamericanas han retirado de su programación famosas películas hoy tachadas de racistas, como 'Lo que el viento se llevó' y 'El nacimiento de una nación'. La tormenta inquisitorial americana, estimulada por el triste caso del negro Floyd, alcanza también, entre sus víctimas literarias, a Mark Twain, cuya novela 'Las aventuras de Huckleberry Finn' ha sido retirada de los anaqueles de las bibliotecas públicas por contener en su texto más de doscientas veces la palabra 'nigger' (negro). Esa novela se publico hace casi un siglo y medio, los críticos la consideran el primer libro escrito en el naciente inglés del Nuevo Mundo y su argumento fue catalogado antes como netamente antirracista.
La demolición de la literatura y el arte, desligada del tiempo y las circunstancias históricas que vio nacer esas obras, levanta un insoportable y absurdo muro que rebasa el respeto debido a los derechos humanos. El nuevo fanatismo antirracista, que condena la esclavitud y el genocidio desde una perspectiva indiscriminada de los hechos y los tiempos históricos, cae en la peor turbulencia del pensamiento: el anacronismo en la historia de la humanidad. La destrucción de una estatua por justicieros obsesivos jamás ha cambiado el rumbo de la historia.
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