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Corría el año de gracia y desgracia de 1271 y la Santa Iglesia Católica padecía la división del Sacro Colegio Cardenalicio, dominado por banderías irreconciliables, de manera que no había forma de que eligiera Papa, vacante la sede pontificia desde la muerte de Clemente IV, ... el 29 de noviembre de 1268, en Viterbo, ciudad maravillosa en la que hace poco pasé una semana y donde despluman a los turistas que se dejan soplándoles doce eurazos por la entrada al palacio –absolutamente vacío– donde el buen pueblo de Dios encerró a dichas eminencias, harto de costear la vida de regalo que a su costa se dispensaban. Y nada de bromas: de allí no saldrían hasta que, iluminados por el Espíritu Santo, prendieran la fumata blanca y se dejaran de fumatas negras.
Así pues, con sus eminencias bajo llave, a pan y agua, además de a cielo abierto, porque también los dejaron sin tejado (no lo hicieron por fastidiarlos, sino para que viesen mejor al Espíritu Santo), resulta que de inmediato se acabaron las disensiones. Y de una situación imposible, con el Pars Caroli contra el Pars Imperi, los franceses a por los italianos, los güelfos enzarzados con los gibelinos, los gaetanistas (del cardenal Giovanni Gaetano Orsini) enfrentados a los ricardinos (del protodiácono Ricardo Annibaldi), pasaron a los abrazos y la armonía. Milagro, milagro: tras tres años de desencuentro, súbitamente designaron Papa a un religioso que no estaba allí y al que nadie esperaba: Teobaldo Visconti, de inmediato Gregorio X, que andaba de cruzada por San Juan de Acre y se quedó pasmado cuando recibió la noticia. Y más cuando supo que prendieron la fumata blanca dos cardenales que eran enemigos acérrimos, Petrus Unicus y Paulus Ruber, que además, según cuentan las crónicas apócrifas, lanzaron al aire los capelos rojos en señal de alegría.
Tal vez la solución a la falta de entendimiento entre los dioses de sí mismos del PSOE (Pars Imperi), Podemos (Pars Ruber), Partido Popular (Güelfos) y Ciudadanos (Gibelinos) que de nuevo nos llevará a las urnas hubiera consistido en juntarlos a puerta tapiada, sometidos a un régimen estricto de pan duro y agua del grifo, sin asesores ni jefes de gabinete, hasta que los iluminase, no ya el Espíritu Santo, sino el sentido común o Maquiavelo. Aquellos cardenales alcanzaron la concertación antes de hincar el diente al primer mendrugo.
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