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Se han llenado las eras y los prados de quitameriendas, la flor morada de pétalos alargados que recuerda al azafrán. También la llaman espantapastores. Precisamente en estos días, al lado de las quitameriendas, crece el ricio, brotes de hierba tierna que imagino deliciosa para las ... ovejas. Tan tierna que dan ganas de echársela a la boca. Los atardeceres son magníficos, como si estuvieran pintados con las pinceladas gigantescas de un tramoyista hercúleo. También los amaneceres en los que sobre las rastrojeras corren manadas de corzos y zorras. Qué delicia los paseos mañaneros en los que se asiste a la quiebra de la aurora de los rosados dedos de la que hablaba el poeta ciego.
Ha llovido bastante durante el verano y, gracias a la lluvia, los ríos menguados que otros años se secaban en julio o en agosto, han seguido corriendo. Hacía muchos años que no veíamos los ríos tan vivos, con ese hilo de agua dando vida a su alrededor y convocando a las aves a su orilla. Estamos en plena vendimia; cestas y capazos se llenan de racimos. Es posible que en unos días comiencen a brotar las setas de cardo en los prados y ribazos; también se llenarán los pinares de nícalos bajo el barrujo. Este mes que acabamos de estrenar es un mes plácido en el que se recogen los últimos tomates, los últimos higos, las manzanas, las peras y los membrillos. Las alamedas, poco a apoco, se teñirán de oro viejo. Se celebran también las últimas romerías, un mes para el goce y las mesas alargadas.
¿Qué nos pasa? La pandemia nos ha paralizado. Pocas veces, que yo recuerde, un otoño había sido tan prometedor. Y, sin embargo, la seriedad se atisba en nuestros rostros, una seriedad infiltrada de desconfianza. Todos somos sospechosos, como aquellos apestados medievales a los que se les recibía a pedradas a la entrada de los pueblos.
Y, sin embargo, hemos que tratar de ser felices en medio de las amenazas latentes y de la quiebra económica. No dejarnos amilanar; plantar cara a los desafíos siniestros que nos cercan y al odio ciego de los políticos. Se lo debemos a los muertos que cayeron con anticipación, arrastrados por la peste. Se lo debemos a los cineastas, a los panaderos, a los recogedores de fruta, a los poetas que persiguen en la obscuridad el último rayo del sol, a los padres que ponen en orden la casa cada mañana antes de llevar a los niños al colegio. No podemos cebar nuestra mirada en un mundo tenebroso. Por más que la pandemia siga ahí, ahí siguen también, para nuestro asombro, las auroras y los atardeceres más hermosos que nunca en estos días de otoño que se suceden envueltos por tantos dones.
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