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Alberto Ortega-E. Press
Ya no quedan chupatintas

Ya no quedan chupatintas

Tiempos modernos ·

Muy atrás quedan aquellos tiempos en los que algunas cajas tenían casa de empeños y monte de piedad frecuentados por los más débiles que dejaban en prenda, una y otra vez, el collar de la abuela a cambio de un préstamo dinerario

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 19 de noviembre 2022, 00:11

Hace poco, mientras esperaba en el Café del Norte a que llegara mi amigo Javier Cornejo con el que quedo de vez en cuando para echar una parrafada, ojeé la prensa que había en la barra y que todavía no estaba muy manoseada. Allí leí que la banca sigue haciendo pasta a porrillo porque sus gestores tienen una extraordinaria capacidad para sacar tajada en cualquier circunstancia, tal y como lo demuestran sus cuentas de resultados. Aunque todos los titulares iban en la misma línea me quedé con estos dos: «La gran banca renace y logra el mayor beneficio desde la crisis» y «Los cinco grandes bancos del país logran en el primer semestre del año un beneficio de 20.295 millones de euros». Eso es un negocio y no la churrería de mi compadre que empieza a calentar aceite a las cinco y media de la mañana, cierra pasadas las ocho de la tarde y le permite malvivir, entre otras razones porque debe a los bancos desde la harina al aceite de girasol que viene de Ucrania pasando por el azúcar y la raqueta para sacar el material de la sartén.

Como notaba calentito al Javi le animé a que se explayara conmigo, que soy de confianza, y aunque al principio solo repetía algo así como «esto de la banca es una puta vergüenza», moderó el lenguaje para contarme que para abrir el negocio había suscrito un crédito por el que pagaba «dos tercios de las ganancias», de tal manera que, según él, «no sé qué te esclaviza más, si el trabajo o las deudas». Para pasar las penas nos empujamos dos chupitos de orujo blanco capaces de agujerear el estómago y hacer blasfemar a un obispo. Ya lanzado, mi churrero de cabecera me contó las perrerías de bancos y cajas que, según él, «han empeorado mogollón en poquísimo tiempo» poniendo más y más condiciones para «hacerte el favor de abrir una cuenta, que manda huevos». Cuando se unió a la tertulia Miguel El Pichi, del que ya les he hablado alguna vez, soltó algo con lo que estuve de acuerdo: «Mira, Javi, no te quejes que lo que te pasa a ti nos pasa a los demás, ¿o es que crees que mi caja de ahorros me regala algo por ser un cliente que lleva con ellos medio siglo? ¡Y sin haber dejado de pagar ni un solo recibo en toda mi vida! No, majete, me obligan a domiciliar la nómina y el seguro del coche, a comprar un producto de inversión que pierde dinero desde el día siguiente de contratarlo, y por si fuera poco me tengo que apañar en el cajero automático porque no hay personal en ventanilla y el que está se esconde porque le da vergüenza trabajar para una empresa tan rata».

Escupitajos de rabia

Por si faltaba alguien para poner a parir al sector apareció por allí Jesús del Caño, colega del grupo que bufaba porque 'su' amada entidad bancaria «cierra la ventanilla a las once en punto de la mañana y me ha tocado pagar una tasa del Ayuntamiento en el cajero de la esquina. Cuando me he negado a tal cosa y levantando la voz les he llamado golfos y caraduras, ha aparecido un fulano acompañado de cerca por el segurata y tras preguntarme qué sucedía, ha hecho un gesto al de la porra para que se retirara y me ha llevado con él a su mesa, donde me ha hecho la gestión en un periquete. Desde aquí le doy las gracias por cumplir con su deber, pero la situación me ha puesto de una mala leche de no te menees».

En un intento de apaciguar un poco los ánimos intervine recordando que el Gobierno ha prometido crear la Autoridad de Defensa del Cliente Financiero como respuesta a la campaña «Soy mayor, no idiota», impulsada por el médico jubilado Carlos San Juan. Como el churrero y el Pichi ya estaban encendidos pusieron en duda la palabra del Gobierno, cosa que cada vez me sorprende menos. Para azuzar el fuego conté en público que hace meses mi caja-de-ahorros-de-toda-la-vida me clavó una comisión de 60 euros. Como en la oficina no me resolvían nada, me dirigí por correo electrónico al Defensor del Cliente, que me contestó a las dos semanas diciéndome que «la actuación de la Caja ha sido correcta y ajustada a las normas de la entidad». Ajo y agua. Cuando pregunté a don Antonio Martín, alto ejecutivo de otra entidad, quién pagaba al Defensor me soltó, sin complejos: «la Caja, ¿quién va a ser?».

Esta despersonalización (este mamoneo, más bien) deja en desamparo al sufrido cliente, que se convierte en un estorbo cada vez que visita la oficina, situación que contrasta con los viejos recuerdos de entidades en las que podías presumir de tener algún amiguete que asesoraba de verdad, nada de cuentos chinos ni obligación de invertir en productos difíciles de comprender por ceporros como un servidor. Muy atrás quedan también aquellos tiempos en los que algunas cajas tenían casa de empeños y monte de piedad frecuentados por los más débiles que dejaban en prenda, una y otra vez, el collar de la abuela a cambio de un préstamo dinerario.

Aquellas oficinas tenían empleados, y encargados, y jefes y hasta directores que recibían al cliente quejoso. Eran esos lugares donde se sacaba el dinero, se ponían al día las cartillas, se pagaba un impuesto o una multa cara a cara con el señor cajero. Espacios donde conocías al personal por su nombre y apellido que rara vez se ponía borde porque corría el riesgo de llevarse dos broncas: la del cliente y la del jefecillo. Recuerdo que mi santa madre sacó un día de su despacho a don Benedicto, director de la sucursal de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad por no estar conforme con alguna cosilla. Todo se arreglaba con buenas palabras porque, según me recuerda José Luis de la Calle, un íntimo amigo ya jubilado, «para la Caja el cliente era sagrado: con mucho dinero y con cuatro perras». Aunque no me lo creo mucho, un día me juró que cuando alguien se quejaba a las alturas «los auxiliares como yo nos llevábamos una bronca o un castigo del tipo de dos días de empleo y sueldo». Aquellos chupatintas ahora se llaman gestores de cuentas.

Actualmente, pocos clientes montan broncas en las oficinas porque no hay nadie que las reciba y tampoco es cuestión de salir a la calle a ensañarse con el cajero automático, que a veces muestra en la pantalla algún escupitajo de rabia, de impotencia…

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