Cuando a Adriana Lastra le preguntaron no ha mucho sobre su vida laboral al margen de la política se despachó con un «no hablo de mi vida privada». La socorrida frase, tan utilizada por los personajes del colorín hasta que logran una exclusiva, ha fraguado ... entre nuestros próceres cuando toca escurrir el bulto.
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El último en hacerlo ha sido el alcalde de Valladolid, acogiéndose al comodín de la frase para no dar cuenta sobre el espinoso asunto del yate. Ya saben, amiguete al que se le adjudica un jugoso contrato en plena pandemia y con el que luego aparece a bordo de un yate de lujo en una singladura entre Ibiza y Formentera con bogavante en cubierta incluido. Óscar Puente, mutis por el foro, y el empresario en cuestión, perdido entre las brumas de la memoria, no sabe o no contesta.
Sobre la vida privada de los políticos ya estamos bastante resabiados y casi curados de espanto. Sabemos que los camaradas cuando tocan el poder abjuran del catecismo progre y, en privado, le cogen el gusto a la vida muelle, a los colegios elitistas, al ocio cayetano y a la buena mesa.
Uno se puede dejar invitar al pincho de tortilla en La Criolla pero ese paquete turístico merece algo más que el dogma de fe y la trinchera de la vida privada. De ser como parece, al margen de otras consideraciones jurídicas, el asunto no tiene un pase, ni ético ni estético. Algo ya dijo Plutarco sobre la mujer del César. Pues eso.
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