Los que se fueron la primera quincena de agosto aún no han llegado y los que se van la segunda ya se han ido. Los que tuvieron sus vacaciones en julio aprovechan el puente y los que no saldrán en todo el verano al menos ... huyen estos cuatro días del secarral. Y, por si fuera poco, las fiestas de los pueblos: Viana, Peñafiel, Tudela, Aldeamayor, Serrada y media provincia, con sus correspondientes visitas a los parientes, a los amigos y a esa dupla imbatible que forman el chorizo frito y la dulzaina, una magdalena proustiana y sónica que pone a mis endorfinas en posición de defensa y a mis neurotransmisores a hacer la conga. Así que, entre una cosa y otra, estos días en Valladolid quedamos cuatro. Los bares y comercios están cerrados, llames a donde llames no hay nadie trabajando y la ciudad está tomada por un silencio inquietante, un silencio como de catedral sumergida y de turista accidental. Su belleza descansa en su provisionalidad, en la excepcionalidad de las palabras sin eco. Sales a la calle a tomar un café y vuelves una hora y media después con las mismas ganas de cafeína, pero con una sobrecarga en los gemelos. No hay niños por las calles y sobra sitio para aparcar, que es algo que a los que no sabemos conducir nos da igual, pero que deja en la ciudad una estampa lovecraftiana, postapocalíptica, como si hasta nuestro propio Dios nos hubiera abandonado. Y seguramente con razón. Por la ventana se cuelan conversaciones de tres calles más allá, el sonido de los semáforos en verde y el ladrido de un perro sudamericano. Hay obras en las obras, vallas en las vallas y un olor a asfalto derretido que deja en el ambiente un aire de brea, petróleo y polígono industrial que convierte en sueño inalcanzable la brisa salada, la arena húmeda, las biznagas y los naranjos de los cuentos.
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Aunque pueda parecer precipitado –sin duda, lo es–, para algunos estos son ya días de ordenarse, de empezar el curso que viene y de estrenar cuaderno, algo que una las buenas intenciones con las poquísimas ganas, la voz del profeta con la de la experiencia y esa estampa a medio camino entre contener la respiración y comenzar un resoplido larguísimo que de alguna manera vaya anunciando lo que se nos viene encima. Y la ropa de otoño dando saltos de alegría. Y el gorro que me compré en Dublín y la camisa de ir a ver a Morante. Ayuda a esta estampa de Cartujo que todas las malas influencias se encuentren lejos, que no haya cenitas improvisadas ni chateos que se compliquen, ya saben, esos días que comienzan comiéndose una gamba en el Suizo y terminan metiéndola –la gamba, digo– quién sabe dónde y con quién. Por la noche hace frío, un frío nada metafórico sino estrictamente físico que hace que las peñistas de Viana comiencen paseando el palmito y acaben paseando un San Bernardo. Del traje de baño a la sudadera, de las sandalias a la cazadora vaquera, del moreno dorado de Oyambre a los labios amoratados de Laura Palmer en 'Twin Peaks'. Y, mientras tanto, la ciudad en pausa, como descansando por fin de nosotros y soportando las pisadas inofensivas de cuatro gatos ambivalentes, que lo mismo disfrutamos de la soledad que insultamos con sarna a esa mala perra, que lo mismo respiramos hondo regocijándonos de la ausencia de compromisos que miramos al móvil de reojo, esperando que suene de una vez y suceda algo que lo cambie todo de repente y corte de raíz esta pinta de travesía en el desierto que se le está poniendo al inverno.
En la calle Santiago falta un Zara, en el Campo Grande faltan un cisne y en mi barrio falta una niña. Y la Plaza Mayor como rompeolas de todas las ausencias. Curiosamente todo cambiará el martes, que me ha dicho mi cuñado que ya empiezan en Fasa, en Horse o como quiera que se llame ahora. Y la ciudad comenzará a llenarse poco a poco, como un hormiguero que alcanzará su cenit unos pocos días después, en Ferias, con toda la ciudad reencontrándose en las casetas, en los conciertos –me apetecen Siloé y Kiko– y empezando de nuevo entre un olor a forro de libro, a vino caliente y a madera sin lijar.
Pero no tan deprisa: aún estamos en el puente de agosto. Cualquier persona con la que se cruce estos días en Valladolid merece un respeto, debe ser considerada un héroe, un ser mitológico, alguien libre, libre como un poeta troyano. Reconozco que yo también me he planteado salir, pero no sabía a dónde ni con quién. Y lo que es peor: tampoco sabía para qué, me da algo solo de pensar en la playa saturada, en el restaurante fraudulento, en el retraso de Renfe. Quizá el fin de semana que viene lo pase en Madrid, sin salir de El Prado, de El Rastro y de Lúa, aunque, la verdad, hay un restaurante kosher en Chueca que me gusta cada vez más, y después de visitar Williamsburg no se me ocurre un plan más adecuado que jugarme la vida entre judíos, rezando para que no llegue un yihadista y nos cosa a todos a balazos.
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Para eso que nos cosa a balazos el destino. En estos días, en otro tiempo, nos habríamos limitado a pasar la noche sentados en la puerta del Berlín, dando la espalda a la Catedral y al futuro y dando la bienvenida a los desechos de tienta, a esos restos de serie, a todas esas piezas perdidas y encontradas por nosotros para hacer con ellas un collar o una fiesta. Sí, las noches de este puente siempre fueron proclives para los encuentros inesperados, para los grupos extraños formados por supervivientes de otros grupos, para las amables desconocidas y para los desayunos en La Banque. Pero eso era en otro tiempo. He visto que cierra el Vándalo, al que creo que solo he entrado una vez. Y pienso que se les empieza a terminar una época hasta a aquellos que ni siquiera habían nacido cuando yo dejé de fumar. Así que, de nuestra época, que es una mezcla entre la literatura fantástica y la sagrada, ni hablamos. Estamos en el puente de agosto, que es como el de Brooklyn, pero sin Sinatra. Daré largos paseos con una camisa muy blanca, rezaré a San Roque para que me ayude e intentaré engañar a Manu para cenar algo. Quién sabe. Con un poco de suerte, hasta salvamos los muebles.
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