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Hubo un tiempo, no tan lejano aunque lo parezca, en el que las puertas de las casas en los pueblos se quedaban abiertas durante todo el día. Nadie echaba el cerrojo, ni lo necesitaba, porque todo el mundo se sentía seguro. Recuerdo aquel 'obligatorio' «¿Se ... puede?», pronunciado a modo de respeto y educación para advertir que atravesabas la puerta de una casa que no era la tuya. Eran tiempos en los que un reparador de timbres se habría arruinado porque ni se usaban ni se estropeaban; de hecho muchas viviendas ni siquiera lo tenían.
Tanto han cambiado las cosas que ahora 32 pueblos de Tierra de Campos han solicitado fondos para instalar cámaras de seguridad en sus calles. La medida –explican- trata de proteger los bienes patrimoniales y de atracción turística de estos municipios, pero también contribuir a la seguridad de sus habitantes en zonas castigadas por la despoblación y que son, por desgracia, pasto de expolios y robos.
El «¿Se puede?» ha pasado a mejor vida y los timbres han vuelto a funcionar, pero en esencia los pueblos siguen representando un espíritu único, donde la lealtad de la palabra dada implica más obligaciones de lo que diga cualquier papel. Lugares donde la felicidad no está vinculada a disponer de centro comercial y donde se puede (y se debe) saludar a la gente por la calle y preocuparse por sus cosas. Nadie habla de un modo de vida perfecto, ni de que no existan rencillas o envidias (a veces incluso se heredan), pero la vida en los pueblos representa muchos más valores sinceros que la acentuada artificialidad cosmopolita a la que aspiramos hoy. Su protección, en todos los sentidos, debería ir mucho más allá de unas cámaras de vigilancia.
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