Las casas de adobe que moldearon los castellanos y leoneses con sus manos
«Esta forma de construcción les forjaba a sus viviendas, les unía en una relación íntima y familiar, como la que une a todo artesano con su obra predilecta»
Hay adobes de tantos colores como colores tiene la tierra: adobes pálidos y cenicientos, de un color viejo, casi enfermizo y amarillento; adobes pardos como los cerros agostados y arrasados del verano; adobes de un ocre oscuro, como el cuero o las ascuas cuando se apagan y hay, por último y entre infinidad de tonalidades intermedias, adobes de un rojo intenso, como la carne viva, de un tono sanguinolento. Es la paleta de la tierra. En el pueblo de mis abuelos maternos, Paredesroyas, las casas y los campos de cultivo son rojos y muchas casas son tan pobres que tienen el adobe a la vista, sin vestir. Como por una suerte de pudor, de celo o de consideración por lo más íntimo de sus entrañas, las casas antes se vestían o se lucían para cubrir su fábrica. Desde la lejanía, cuando uno se acerca por la parcheada carretera comarcal, Paredesroyas se ve como un pueblito de barro, como un charco minúsculo de sangre desparramada en una hondonada de un viejo mantel de gala.
El adobe visto confiere a las casas un aspecto de cartón mojado, arrugado y casi infantil, un aspecto irregular y de deliberada imperfección, tan típico y simbólico de todo lo popular. Todo es irregular e imperfecto y quizás por ello tremendamente bello: el adobe, el mampuesto o el sillarejo de las fachadas es rugoso y disforme, con cientos de matices y tonalidades; las paredes del interior están sucias y ennegrecidas por el humo y recubiertas de cientos de capas de estuco o enjalbegado, como hojas de un libro viejo o costras secas pegadas a la piel; las maderas son bastas y crujen como si se rompieran los huesos al pisar y el suelo está siempre húmedo y pegajoso, con restos de tierra, estiércol y suciedad. Para nuestros ojos y estándares modernos, aquellas casas huelen a miseria y a ruina, pero lo cierto es que aguantaban en pie, que no se caían y que nunca jamás han albergado tanta vida. Las casas descarnadas se hunden en el olvido y en la ruina con la dignidad y la prestancia del recio anciano castellano, se diluyen en la tierra como un azucarillo en una taza de café caliente, silenciosas y sin dejar rastro. Sin gestión de residuos y sin contaminar.



Puestas en fila o en hilera a lo largo de las callejas, las casas de barro son como el variopinto muestrario de un ceramista de pueblo, con sus jarrones, botas y botijos extendidos al sol. Durante generaciones y generaciones, los castellanos y leoneses han construido y moldeado nuestro hogar como artesanos, amontonando en las calles la misma tierra y el mismo trigo que nos alimentaba. El adobe y el barro con paja se utilizaban para casi todo: en las fachadas de las viviendas (generalmente en la planta superior por su ligereza y para evitar el contacto directo con la humedad del suelo), en las tapias y muros de los huertos y las cerradas, como mortero o cemento, en el relleno de los entramados (en hileras pares inclinadas dibujando espigas), en la bóveda de los hornos de pan, en los encestados o en las paredes medianeras de las viviendas. Me atrevería a decir que no hay un sólo pueblo de Castilla y León que no haya tenido adobe en alguna de sus construcciones.

El construir y moldear las viviendas con sus propias manos les forjaba a ellas, les unía en una relación íntima y familiar, como la que une a todo artesano con su obra predilecta. Todos hemos conocido y conocemos el tremendo amor que nos une a la casa del pueblo que hicieron nuestros padres, abuelos o bisabuelos y todos hemos sentido el inmenso dolor de verla enfermar y caer. En el enfoscado de la casa de mis abuelos, junto a la ventana del balcón, está escrito a mano con caligrafía de época la fecha de su construcción (23 de marzo de 1929) y el nombre de mis bisabuelos.


El amasar el barro y la paja es una de esas prácticas ancestrales olvidadas en nuestro día a día que sigue muy viva en nuestro subconsciente colectivo y que de algún modo nos reconcilia con lo que fuimos. Es como rencontrarnos con un desaparecido amigo de infancia o como reconocer en una foto de nuestros antepasados un gesto o un rasgo conocido y familiar. Es un placer atávico como el que nos produce amasar el pan y cocerlo en el viejo horno de leña, levantar a mano un muro de piedra seca, construir una cabaña, segar la hierba a dalle, cavar un huerto, cortar un árbol, cocinar en la lumbre u ordeñar a mano una cabra o una vaca. Todo el mundo debería hacerlo alguna vez en la vida.
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Mi abuelo hizo con su padre y sus 10 hermanos la casa de adobe de 3 plantas del pueblo. Un verano se emperró en llevar al pueblo a todos sus hijos, siendo muy pequeños, para arreglar las paredes de la cochera. Ellos solos picaron y excavaron la tierra en la era de encima de casa, la cargaron con canastos y la cribaron con paciencia para dejarlo fino y sin guijos, lo amasaron con agua y paja en la cantidad y en la proporción justa que dijo el abuelo, lo introdujeron en las adoberas de madera y lo extendieron en terreno llano, limpio y oreado para cocerlos al gran Sol de Castilla. Una vez cocido y obrado el gran milagro, el abuelo fue colocando los bloques con el barro que los niños le pasaban. Aún conservo las adoberas de madera del abuelo y aún está en pie la cochera.


El adobe es el ladrillo y la piedra de los pobres, un material maltratado, estigmatizado y denostado por humilde a pesar de su enorme utilidad y de sus extraordinarias cualidades y propiedades constructivas. A diferencia de otros materiales tradicionales que se han modernizado y se han puesto en valor, como la cerámica, los ladrillos, las tejas, la madera, la propia piedra (caliza o arenisca) o la cal, la fabricación de adobe no ha experimentado la profesionalización e industrialización que le devuelva a su lugar y que devuelva a nuestros pueblos de barro su fisonomía y su arquitectura original. Hacer adobe es gratis y sencillo y Castilla y León es una de las comunidades autónomas más ricas en cuatro de los cinco ingredientes fundamentales que lo componen: tierra, paja, agua y sol.
Solo nos falta el quinto y último ingrediente fundamental: las manos, el saber y las ganas de trabajarlo.
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