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Ya no se habla de otra cosa. De un tiempo a esta parte hemos aparcado los socorridos comentarios sobre el febrerillo loco y el manido cambio climático para centrar la preocupación en el asunto que está en boca de todos: el coronavirus.
Vendemos el ... alma al diablo a cambio de un espejito mágico, rectificamos a punta de bisturí las líneas de la mano, retrasamos con dietas saludables y pócimas antiedad las manecillas del reloj biológico para que luego, un extraño bacilo oriental nos recuerde nuestra triste condición. Cuán presto se va el placer.
Ahora, un simple estornudo nos pone los pelos como escarpias y nos encamina raudos a la botica en busca de la purga de Benito o el bálsamo de Fierabrás, que la línea 900 del Sacyl ya parece el teléfono de Gila. Y si el que estornuda, moquea o empina el codo tiene los ojos rasgados se monta un cordón sanitario de los de ciencia ficción.
Y no es para menos. La proverbial opacidad y falta de transparencia de las autoridades de Pekín no permite confiar mucho en la versión oficial. Esa mosca que revolotea detrás de la oreja ha dado alas a la psicosis global e incluso ha alimentado teorías conspiranoicas sobre el origen del rebautizado covid-19. He leído de todo sobre el germen, desde el sabotaje provocado por algún laboratorio con ánimo de lucro, hasta su deliberada propagación como arma biológica por siniestros servicios secretos. De película.
Antaño, la peste diezmaba la población y llenaba las ciudades de superstición y almas en pena. En Valladolid, sin ir más lejos, la padecimos en 1457 y nos dejó en cuadro. Entonces la enfermedad era considerada un hecho cósmico, un enigma indescifrable, un castigo de Dios que se curaba por ensalmo, oración o ceremonia. Era el miedo a lo desconocido, a las plagas bíblicas, al apocalipsis.
Hoy sabemos algo más sobre los virus, pero el miedo al contagio sigue estando ahí. Así que esperemos, cruzando los dedos, que la epidemia remita. Mientras tanto, sigan el consejo de Horacio: Carpe diem.
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