Cada periódico es un mundo, y por supuesto en un régimen como el nuestro el pluralismo imperante permite a la ciudadanía disfrutar de diferentes puntos de vista, confeccionar los propios y adherirse a visiones ajenas que le agraden. Nada hay, pues, que criticar sobre los ... postulados de cada actor mediático, sus visiones de la realidad, sus preferencias, sus filias y sus fobias, pero a nadie se nos puede negar, al mismo tiempo, la capacidad de sorpresa ni el derecho a manifestarla.

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Viene este exordio a cuento de un largo artículo publicado por Antonio Caño, exdirector de un rotativo de prestigio, en el que la premisa de partida de su reflexión es precisamente la siguiente: «El fracaso del proyecto que nació en España con la Constitución de 1978 es ya inocultable; cuanto antes lo admitamos, más opciones tendremos de encontrar una solución, si es que existe, porque los enemigos declarados de ese proyecto -sea cual sea su situación en las urnas- están a punto de triunfar, o han triunfado ya en alguna medida con este páramo de odio sectario, mezquindad y hastío en el que han convertido nuestro país». A su juicio el Gobierno desgobierna, no hay una oposición digna de este nombre, el modelo territorial naufraga, los partidos políticos son instrumentos al servicio de sus líderes, nuestra economía se desmorona, la mentira es un recurso rutinario, los medios de comunicación son incapaces de detener la grosera falsificación, las instituciones no son sólidas y se hunden.

Salvo los catastrofistas de ambos extremos, debe de haber pocos ciudadanos de este país que, puestos a contemplar el paisaje a su alrededor, lleguen a una conclusión tan deformadamente negativa. Porque aun reconociendo que este país no está en su mejor momento -entre otras razones porque padece la misma pandemia que todos los demás, que está atacando con las únicas herramientas disponibles, las escasas vacunas-, España disfruta de una democracia sólida, que está entre las únicas veinte del mundo que lo son plenamente, con una economía potente que ha sido capaz de dejar atrás la crisis 2008-2014, inserta en una Europa que, como a los demás países del club, nos proporcionará gran parte de los recursos que necesitamos para salir de esta segunda y dramática crisis consecutiva que ha sido la pandemia, y que goza de un innegable prestigio internacional como cuarta potencia europea.

Los cambios que hoy nos asombran porque han roto nuestra rutina son dos, ninguno de ellos mortal de necesidad: uno, el viejo problema catalán se ha enquistado de nuevo porque las dos partes en litigio han cometido errores graves, y dos, la profunda crisis anterior, de la que no éramos del todo responsables (fue una crisis global, y por tanto internacional, a la que aportamos nuestra propia burbuja inmobiliaria), desacreditó a los dos grandes partidos que se habían turnado en el Gobierno y han aparecido nuevas organizaciones políticas que, ubicadas en los extremos e imbuidas del populismo al uso en todas partes, polarizan más que antes la vida pública y obligan a generar coaliciones, una fórmula de gobierno inexperimentada y difícil de manejar. Pero el problema catalán tiene solución a medio/largo plazo y la reorganización del abanico parlamentario está sedimentando, de tal modo que estamos aprendiendo a gestionar un pluripartidismo y va instalándose una estabilidad que tardó más de tres años en consumarse.

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Hoy, nuestro país tiene proyecto y horizonte; la expectativa del fin de la pandemia nos mantiene a todos inquietos e ilusionados. Pablo Iglesias es un personaje difícil que dará quebraderos de cabeza a la coalición gobernante pero no constituye precisamente una amenaza para nadie. Y el PP, que todavía no se ha rehecho de la corrupción (ni ha aprendido a vivir sin ella, como se desprende de lo ocurrido en Murcia), tiene un serio problema de supervivencia por la competencia que le hace la extrema derecha que es, después de todo, una criatura suya que ahora amenaza con devorarlo. Pero todo funciona. El Gobierno gobierna, el Parlamento legisla, los jueces mantienen el Estado de derecho. No estamos peor que en Francia, que en Italia o que en Bélgica. ¿A qué viene, pues, tanto pesimismo que más bien parece fruto de una crisis personal del observador?

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