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España, que ingresó tardíamente en el Mercado Común en 1986, ha sido europeísta entusiasmada durante toda la etapa democrática, antes y después de su incorporación ... al proyecto continental. La propia historia justifica esta conexión, a pesar de que en cierto tiempo pudiera decirse que África empezaba en los Pirineos (Dumas) y de que en las peores épocas la península ibérica se descolgase notoriamente del corpus europeo.
Con la incorporación a la UE, la pertenencia a Europa ya es propiamente un asunto de política interna española. Pero aquella evidencia tardó en asumirse: en los primeros años, el único estadista que vio que nuestros destinos se fusionaban fue Felipe González, quien con Kohl y Mitterrand, apuntaló los principales pasos de la integración, con la unión económica y monetaria, hasta hacer posible el momento actual, en que la inmensa mayoría de ciudadanos de la UE son conscientes de que esta supranacionalidad ha desempeñado, está desempeñando, un papel esencial en la superación de la segunda crisis del siglo.
Con esa salvedad, las misiones españolas en la estructura de la UE no fueron potentes; el escaño de eurodiputado fue considerado una prebenda que se ofrecía como retribución; Excepto Punset, Almunia, Solana o Borrell, no hubo grandes presencias relevantes en Bruselas. Y con Aznar, se intentó incluso primar el vínculo trasatlántico frente al pertenencia europea.
Ahora, en cambio, la economía española está en manos de una de las profesionales que mejor conocen los entresijos de la Unión Europea, tras escalar el escalafón comunitario hasta la cumbre: Nadia Calviño fue directora general de Presupuestos, el más alto cargo no político ocupado por un funcionario comunitario. Y cuando su nombre ya era conocido y comenzaba a sonar como candidata a las más altas instituciones europeas e internacionales, aterrizó en España para ser la vicepresidenta económica del gobierno.
Es obvio que las preocupaciones europeas de la ministra de Sánchez engarzan con las ocupaciones que Calviño desempeñaba en la UE. Lo cual tiene grandes ventajas. Como por ejemplo, que Calviño está participando activamente en el diseño europeo de la pospandemia. No aguarda a que Bruselas trace la hoja de ruta para aplicarla sino que está interviniendo en el dibujo del itinerario.
Hay consenso en que las viejas reglas resumidas en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que engendraron una doble recesión y que tanto dolor causaron en la resolución de la crisis financiera y bancaria de la primera década del siglo, han saltado por los aires y deben ser reemplazadas. Pero los países del Norte, los llamados frugales, ya han comenzado a moverse para que se preserve la sostenibilidad con el mayor rigor posible.
No en las condiciones anteriores porque las bases de partida han cambiado -la deuda y el déficit se han disparado y no hay forma de regresar a la estabilidad sin una gradualidad muy meditada si no se quiere provocar otra recesión- pero sí en otras mucho más flexibles, pensadas para la gente y capaces de conciliar políticas sociales con rigor económico en la administración de los estados y del edificio común.
Pues bien: en las nuevas circunstancias, España no solo deberá estar, como en 2008, a verlas venir, al dictado de Alemania, Bruselas y el G-20. Esta vez participa por méritos propios en la redacción de las fórmulas.
Lo más importante es que el Sur consiga reformar las reglas fiscales -flexibilizar el pacto de estabilidad- antes de que cesen las ayudas expansivas a la recuperación, algo a lo que en principio se oponen los países del norte. Pero hay sólidas opiniones que advierten de los riesgos de un exceso de rigor.
Por ejemplo, Paul de Grauwe, de la London School, cree que Europa no debe precipitarse en la activación de las reglas fiscales: «El gran riesgo es una retirada de estímulos prematura por un miedo a los problemas de sostenibilidad de la deuda. Ese pánico es excesivo: los tipos de interés están en mínimos, el crecimiento es bastante fuerte, va a haber inflación y eso diluye las deudas. No deberíamos persistir en el error». Y en esta dirección tendrá que trabajar España en Bruselas, donde necesitará el respaldo alemán, que hoy por hoy, en vísperas electorales, es una incógnita.
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