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No he hecho ni un solo propósito de año nuevo. Ni uno solo. No es que esté en contra de todas esas cosas que se suelen decir en estas semanas tan frescas, tan recientitas, tan con olor a coche nuevo, a nieve recién caída y ... a rutilante amanecer. Es solo que ya he dejado de creer en milagros y en seres preternaturales. En los Reyes Magos, en la homeopatía, en la religión, en políticos abnegados. Todos esos seres mitológicos solo palidecen en su imposibilidad frente al auténtico unicornio: el propósito de año nuevo.
El libre albedrío es una cualidad maravillosa. Es lo que diferencia al hombre del animal, para empezar. Usted no diría que un tiburón es malo solo porque se acaba de zampar vivo a un incauto bañista, ¿verdad? Es lo que su naturaleza le pedía. Tampoco sentaría ante un tribunal a un león del zoo si un pobre cuidador acabara en la panza del bicho. No tendría sentido. El animal carece de moral, porque carece de libre albedrío. Ese libre albedrío dota de esplendor o de sombras a las vidas de los seres humanos. Las decisiones que tomamos, cuando son correctas, producen luz a nuestro alrededor. Pero cuando somos incapaces de tomar el camino correcto, bien porque escojamos mal o porque nuestro libre albedrío esté impedido, solo hay oscuridad. Esto es así porque nada surge de la nada y, al escoger con libre albedrío en el pasado, se determina un destino presente.
Salvo que, en realidad, no es verdad… ¿Saben que es un algoritmo? Un conjunto metódico de pasos que pueden emplearse para hacerse cálculos, resolver problemas y alcanzar decisiones. Es lo que Netflix usa para engancharle semana a semana, lo que hace que Google le muestre anuncios o que Amazon le venda un peine que usted necesita.
Y es lo mismito, dicen los científicos, que llevamos nosotros debajo de eso que se peina. Salvo que el cerebro humano es distinto. Los algoritmos que controlan a los humanos operan mediante sensaciones, emociones y pensamiento.
El cerebro, embalado cuidadosamente en la caja de hueso que es el cráneo, no nos da ninguna señal sensorial de su existencia. Sentimos latir nuestro corazón, expandirse nuestros pulmones, revolvérsenos el estómago; pero nuestro cerebro, a falta de movilidad y terminaciones nerviosas sensoriales, sigue siendo imperceptible para nosotros. El origen de la conciencia está más allá del alcance de la propia conciencia, como apunta Carr y también, por tanto, el origen de nuestras decisiones. Así que, por más que esta semana creamos que todas estas ideas y propósitos nos pertenecen, lo único que nos pertenece realmente es la voluntad de cumplirlas. Y, tal y como saben los vendedores de bollería industrial y los dueños de academias de idiomas, en ese sentido somos más bien pobres.
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