Imagen nocturna de una nueva boca eruptiva en Tacande, en la isla de La Palma. Miguel Calero-EFE

De pronto, un volcán

«Reconozco el dolor en la mujer que, subida en el remolque del camión que conduce su marido, sujeta con una mano el colchón de la cama de matrimonio y con la otra, se seca las lágrimas»

Chapu Apaolaza

Valladolid

Viernes, 24 de septiembre 2021, 08:00

«De pronto, un volcán», me digo, pero el volcán llevaba allí cientos de miles de años. Nos acercamos a las cosas envueltos en las emociones más caprichosas como esta sorpresa ante lo inexorable. Si algo sabemos es que el Sol sale por el Este ... y que tarde o temprano, el volcán extenderá su manto negro de lava desde la cumbre hasta la playa. Pero ahora anda por ahí gente que no se puede creer lo que ha pasado y tampoco el maltrato de la naturaleza hacia el hombre, la traición de echarle sobre la piscina una capa de doce metros de piedra incandescente. No casa con la imagen de la Madre Tierra, infinita y sabia, y el mundo como un continuo de escenas en las que, al atardecer, los animales bailan graciosas coreografías cantadas en español por alguna estrella salida de un concurso de talentos. De esta fantasía en la que Gaia nos habla pero nosotros no la entendemos. Y no. La naturaleza no tiene intención, ni discurso, ni fin moral.

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La naturaleza es una hija de puta de la que hay que estar alerta como el caballo en el prado barrunta el depredador y galopa, el pescado abandona la zona del terremoto y el pájaro confundido por el eclipse busca abrigo en la rama en la que se posa tembloroso. La Tierra nos dio asiento, comida, materiales para abrigarnos y vegas para cultivar, pero la realidad es que, si no nos protegemos de ella, nos quitará de en medio más pronto que tarde por mucho que andemos rezándole salmos a la Pachamama.

Luego está la broma de la suerte. Una de las leyendas urbanas que se contaban en Donosti en los años 90 contaba que un tipo había recogido un Porsche nuevo del concesionario y pocos minutos después de estrenarlo, lo había estampado frente a la antigua fábrica de Coca-Cola. El coche había quedado destrozado, pero el conductor había resultado ileso y el quid de la historia consistía en que los que pararon a ayudar se lo habían encontrado sentado en el suelo riendo a carcajadas. La moraleja del cuento resulta evidente. El destino tiene un sentido del humor un tanto peculiar, un qué sé yo que le da el nombre a la Gracia.

Es notable que entre las cinco mil personas que abandonaron la ladera del volcán de La Palma, ninguna lo hiciera con los pies por delante. Reconozco el dolor en la mujer que, subida en el remolque del camión que conduce su marido, sujeta con una mano el colchón de la cama de matrimonio y con la otra, se seca las lágrimas. Es una escena casi de éxodo ante la guerra. Digo que asumiendo el vacío del que abandona para siempre el hogar con su mesa de comedor y su habitación de los niños decorada con aquella cenefa que eligieron para recibir a la primera hija, aceptando todo ese desgarro, digo, la vida es un suceso sujeto a tantas leyes en su contra y resulta tan fácil que el trombo bloquee la arteria de la corteza cerebral y que se produzca el infarto de miocardio, es tan leve el golpe de volante que se necesita pasa salirse de la carretera y dar seis vueltas de campana y andamos tan prendidos a nuestra propia fragilidad que salir vivos de una erupción volcánica que se desata ladera arriba me parece un asunto a celebrar. Asumida la pérdida material y todo lo que representa, la lava incruenta de La Palma es un hecho feliz.

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