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Cuando ya los expertos económicos ponían en duda la tesis ortodoxa de que la fijación de un salario mínimo tenía efectos negativos sobre la productividad y el crecimiento económico, la concesión del Nobel de Economía de este año a David Card, Joshya Angrist y ... Guido Imbens ha terminado de desmontar aquella interesada regla empírica, que no tenía en cuenta determinados factores subjetivos que sin duda explican mejor la realidad: el trabajador que se siente dignamente tratado, que contrae con su empresa un compromiso solidario, que recibe un salario justo, produce más y mejor que quien se siente esclavizado y preterido.
En definitiva, la justicia social es un factor económico que no puede ser desechado, y es lícito enunciar que la lucha contra la desigualdad y el rescate de los colectivos que viven en riesgo de pobreza forman parte de una verdadera política democrática del desarrollo, que resulta ser mucho más eficiente que la que mantiene en la trastienda la lucha de clases y la sombra anacrónica de la dictadura del proletariado.
Viene esto a cuento de que el guardián de la ortodoxia, el Banco de España, que ya ha mantenido una lucha permanente y tenaz contra la existencia, primero, y contra las sucesivas subidas, después, del Salario Mínimo Interprofesional, pugna ahora por evitar la reforma de la reforma laboral de Rajoy. Una ley de gran importancia elaborada mediante decreto-ley -un procedimiento claramente impropio-, sin consenso social alguno, que, además de abaratar el despido, cancela en la práctica el derecho de negociación colectiva y genera una desprotección del trabajador que desequilibra el sistema de relaciones laborales. En su momento, se justificó aquel exceso, sin pruebas, por la necesidad de crear empleo. El PP asegura que gracias a la norma se crearon tres millones de puestos de trabajo. La realidad es que a partir de 2012 comenzó la remontada de la crisis, y que la generación de empleo estuvo vinculada al crecimiento de todos los países occidentales.
La legalidad laboral vigente tiene dos características intolerables para los trabajadores, para los sindicatos: en primer lugar, admite la temporalidad injustificada y no aplica la regla lógica de limitar los contratos temporales a las tareas temporales, obligando al empleador a conceder un contrato permanente a las tareas estables, tras un periodo de prueba. En segundo lugar, la prevalencia de los contratos de empresa sobre los contratos de sector reduce a ceniza el derecho de negociación colectiva. De nada vale que los sindicatos y la patronal pacten un convenio colectivo general en una actividad y en un ámbito geográfico determinado si a lo que consigan acordar se sobrepondrá lo que cada empresario negocie en su propia empresa. El derecho de negociación colectiva, cuyo reconocimiento es resultado de la lucha obrera del siglo XIX, se basa en que el trabajador está desarmado frente al empresario si no puede exigir colectivamente el equilibrio entre la tarea y el salario.
Los sindicatos actuales en los países europeos se han profesionalizado grandemente, ya no son como antaño correas de transmisión de los partidos de izquierda y su papel, vital, tiene una función clave: la representación de los asalariados y la defensa colectiva de sus intereses. Son ellos los que pactan con el empleador unas rentas justas para los asalariados de forma que se moderen los beneficios del capital; los que respaldan al obrero frente al obvio poder de las compañías, a menudo sociedades anónimas, que se ven obligadas por esa presión a desempeñar una ciudadanía empresarial y a asumir una responsabilidad social corporativa.
Así las cosas, la reforma de la reforma laboral no solo tiene una significación económica sino que engarza con el principio democrático de la igualdad de oportunidades. Pese a las apariencias, más del 20% de nuestros compatriotas están hoy en riesgo de pobreza, en gran medida por insuficiencia de las rentas del trabajo. Hay que equilibrar normativamente la situación. Y la reforma que ahora se propone va orientada precisamente hacia ello.
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