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Los tribunales de justicia franceses no son proclives a dar publicidad a cuanto se escucha y se ve en la sala de audiencias. Revestido con la alta autoridad que muestra su indumentaria, el juez exige el más estricto silencio al público e impone su veto ... a los micrófonos y las cámaras. Solamente los dibujantes acreditados pueden reproducir, en dibujo o acuarela, la imagen inviolable de los protagonistas: magistrados, fiscales, abogados de la defensa, acusados y testigos. Este reglamento estricto tiene una excepción cuando el caso a juzgar reclama la mayor atención ciudadana y abre un encendido debate acerca de los principios republicanos. Las cámaras de televisión entraron en la sala de audiencias de Lyon cuando se juzgó en 1987 a Klaus Barbie, el jefe nazi que torturó a decenas de prisioneros franceses de la Gestapo y envió a miles de judíos a los campos de exterminio. Cuando la historia reclama ser recordada, la justicia ignora transitoriamente su ceguera y las cámaras de televisión entran en la sala de la audiencia, esta vez para grabar la memoria del proceso que juzga a los asesinos de los diez dibujantes y redactores del semanario satírico Charlie Hebdo, el 7 de enero de 2015, y de otras siete personas víctimas de los kalachnikov en los tres escenarios de la tragedia.
Nadie pone en duda la dimensión histórica de este proceso y su trascendencia en la sociedad francesa, agitada por una profunda y permanente convulsión social que sacude la convivencia y pone en peligro a dos pilares esenciales de la República: el laicismo y la libertad de expresión. Aquella ola del terrorismo islámico tuvo hace cinco años su epicentro en Francia, el país más musulmán de Europa donde viven casi seis millones de descendientes de los inmigrantes de países árabes llegados en su mayoría desde sus excolonias magrebíes, cerca del 9% de su población, y concentrados en los suburbios de las grandes ciudades. A tenor de las primeras declaraciones de los acusados, de esos barrios periféricos donde germina el odio del islamismo más radical salieron los asesinos de aquel atentado.
La redacción iconoclasta y libertina de Charlie Hebdo, fiel a su tradición de lucha por la libertad de expresión, decidió publicar esta semana la misma caricatura del profeta Mahoma que había ensañado a sus verdugos. Aquel eslogan inmediato, 'Yo soy Charlie', pasó a la mitología de la libertad desde la primera hora de la zozobra. La solidaridad convirtió el semanario parisino en un referente mundial de la lucha contra toda clase de censura, que recorta el espacio de la libre opinión y anida en un territorio de creencias tan letal como el del islamismo extremista. El reto reiterado con la publicación de la efigie de Mahoma, vetada por los imanes sunitas, convierte al fundador del Islam en icono de intolerancia y se enfrenta con coraje a las manifestaciones de protestas en algunos de algunos países, como Pakistán y Turquía, cuyos dirigentes claman por la coexistencia pacífica entre religiones, pero mantienen veladamente la amenaza de muerte a quienes ridiculicen o insulten al Profeta.
Entre el trauma de la masacre y el alivio posterior de la respuesta ciudadana, los periodistas supervivientes de la redacción del semanario mantienen con desasosiego sus preceptos editoriales. «No nos rendiremos jamás», replica el director de Charlie Hebdo, Riss, en el número cuya portada muestra los dibujos supuestamente blasfemos, vendido en los quioscos desde el miércoles. «El odio que nos golpeó sigue vivo y, desde 2015, se ha tomado el tiempo de mudar, cambiar su apariencia, pasar desapercibido y continuar tranquilamente su cruzada despiadada», dice Riss. En ese juego irreverente de ideas y sentimientos, cuelga en la viñeta central estas palabras de Mahoma, tocado con el perfil de una bomba en lugar del turbante: «Es duro ser amado por gilipollas».
El debate identitario y republicano aviva estos días en Francia un dilema entre la comprensión y la sumisión ante la escalada del islamismo radical en algunas ciudades, donde la población árabe supera la tercera parte del censo. El escritor Michel Houellebecq refleja en su novela 'Soumission' esa metamorfosis social que está llevando a Francia hacia un precipicio excavado por el Islam: las paredes de la Universidad de la Sorbona, donde la minifalda ha sido prohibida, decoradas con versos del Corán; la invitación con suculentas ayudas estatales a las mujeres, para que renuncien al mercado laboral; los Emiratos Árabes que financian la construcción de mezquitas y los trenes franceses que sirven ya el menú halal. No es una provocación, asegura el escritor, sino la visión acelerada de una historia perfectamente verosímil.
El medievalista George Duby, estudioso de civilizaciones y mentalidades colectivas, sostenía que la historia es un ejercicio de libertad para agarrarse al presente analizando documentos a veces engañosos.
La grabación televisiva del juicio del atentado contra Charlie Hebdo suministra a los historiadores una materia prima sólida y a los políticos la oportunidad de poner a punto sus propuestas. Además de aceptar la legalidad de la blasfemia como forma de librepensamiento, el presidente francés Enmanuel Macron ha tenido el coraje de condenar el separatismo de cualquier calaña, civil o religiosa: «La República es indivisible y no admite ninguna aventura separatista. No caben en Francia quienes intentan imponer su ley en nombre de un dios». Hay escaso morbo en el procesamiento de unos asesinos que estimula a la reflexión colectiva.
La crónica veraz de un suceso terrorista debe ser escrita sólo por la ley, no por los fusiles fanáticos de un profeta lejano.
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