Cada primero de julio
La cantina del calvo ·
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La cantina del calvo ·
«La estupidez y la crueldad caminan agarradas de la mano»Sábado, 1 de julio de 1916, a las siete y media en punto de la mañana. A esa hora, decenas de oficiales británicos hacían sonar sus silbatos dando comienzo a la batalla del Somme. Al terminar la jornada, se contaban más de sesenta mil bajas ... entre muertos, heridos y desaparecidos, haciendo de este el capítulo más bochornoso de la historia militar de Gran Bretaña».
De esta forma terminaba la clase un profesor cuyo nombre no recuerdo –para mi descargo, diré que sustituía durante último trimestre al titular de Historia Contemporánea–, emplazándonos a documentarnos sobre el asunto ya que en la próxima clase uno de nosotros debería exponerlo al resto de la clase. Recuerdo que, por aquel entonces y gracias a haberme leído 'Los Episodios Nacionales', de Galdós, me sentía yo atraído por los relatos bélicos, hecho que, junto con la épica introducción del docente, influyó en que esa tarde me fuera directamente a la biblioteca de la facultad en busca de información.
Salí conmocionado.
Lo reconozco: tengo la facilidad para meterme en la piel de uno de aquellos reclutas que, muertos de miedo, aguardaban el fatídico sonido del objeto metálico que colgaba del cuello de un desconocido con galones. La orden era clara y concisa. Debían salir de la trinchera cargando con treinta kilos de equipamiento, formar y avanzar al paso hasta la primera línea de las fortificadas trincheras enemigas.
Tiro al pato.
La masacre tuvo su origen en la tan deficiente como altiva planificación del Estado Mayor británico, pero, si hubiera que señalar a alguien con el dedo, ese sería al general de caballería Douglas Haig, quien se empeñó en llevar a cabo una acción militar plagada de errores estratégicos. El principal de ellos fue dar por hecho que los ocho días de bombardeos sistemáticos de las posiciones enemigas terminarían con la resistencia alemana. Pretendía, como decían los manuales de la época, romper la línea del frente a toda costa, conquistando con la artillería y usando a la infantería solo para ocupar el terreno. Las divisiones británicas, conformadas en su inmensa mayoría por colegas –se hacían llamar así porque todos eran vecinos, amigos o conocidos de un barrio o población concreta y que fueron reclutados exprimiendo el sentido patriótico de la guerra–, eran jóvenes que apenas habían recibido instrucción militar. Para su sorpresa, los daños sufridos por las tropas del Imperio Alemán fueron más bien escasos y, desde sus aventajadas posiciones defensivas, se dedicaron a barrer el avance con sus potentes ametralladoras. Se dieron casos de batallones completos que fueron masacrados bajo el intenso fuego de las Maxim alemanas mientras caminaban cuesta arriba por aquellos bonitos parajes de la Picardía francesa; muertos que vaciaron de futuro a muchos pueblos de algún punto geográfico del Reino Unido.
El rotundo fracaso de la ofensiva aliada no hizo cambiar de parecer a quienes diseñaron el plan con el que pretendían empujar a los alemanes hasta Berlín. Muy al contrario, la batalla de posiciones se prolongó hasta noviembre, cuando la llegada del mal tiempo forzó a las partes a detener las hostilidades. El balance de tamaño dislate no puede ser más aterrador, sumando un millón doscientas mil bajas entre ambos ejércitos. Adolf Hitler fue uno de ellos, por cierto. Herido, lamentablemente.
La compañera que tuvo el infortunio de ser elegida para narrar el hecho lo hizo mal, rematadamente mal, pero ello no impidió que, desde entonces, cada primero de julio este cantinero recuerde el hecho que le hizo comprender que, normalmente, la estupidez y la crueldad caminan agarradas de la mano.
Como caminaban tantos miles que perdieron la vida inútilmente en aquellos campos plagados de amapolas.
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