Somos nuestra infancia, lo demás es el recuerdo de lo vivido entonces. Todos llevamos un niño dentro, más o menos salvaje, más o menos libre. Para algunos la esencia de la felicidad y el éxito (aunque bien podrían entenderse como lo mismo) está en convivir ... con él, como Picasso, o en domarlo, como Hesse. Con ese niño caminamos de la mano por la vida y asistimos al desgarro del mundo que se hace añicos para transformarnos en adultos: al resquebrajamiento de la divinidad de los padres, a tolerar nuevos sabores –a engullir ese gazpacho que no nos gustaba, a paladear el vino–, a contextualizar las injusticias…
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La infancia es importante porque construye nuestra mirada y la educa. Desde ella formamos la línea interior y esencial de nuestro destino. Y, si bien es cierto que el futuro de las personas todavía no viene programado de serie y que este puede variar en función del empeño y las posibilidades de cada uno, está de sobra demostrado que los primeros años de vida dejan una huella imborrable.
Tan importante es la infancia como la adolescencia; esta etapa en la que estamos «fuera del mundo y hasta del tiempo», y en la que ya no sabemos lo que somos, como describió Matute en su bellísima novela 'Primera memoria' y cuyo título he tomado prestado para esta columna. La pubertad es para muchos escritores la vocecilla que les hace mover las falanges sobre el teclado. 'Malaherba' de Jabois o 'Los ingratos' de Simón son algunos ejemplos de la enorme impronta que deja lo vivido cuando uno pega el estirón y empieza a sentir vergüenza estando desnudo.
Con la caída de los pilares infantiles aparecen las primeras batallas internas, los cambios hormonales, la rebeldía con y sin causa, pero también brotan los trastornos mentales, los traumas supurantes… Ya lo sabíamos, pero parece que, como con todo, ha tenido que venir una pandemia para dar un golpe en la mesa y darnos un baño de realidad: los datos de consultas a psiquiatría entre los más jóvenes se han disparado estos últimos meses en toda España y siguen una tendencia al alza. La autoconciencia es síntoma del progreso en el bienestar social, por tanto, empezar a hablar de salud mental en el Congreso es sin duda un hito en nuestra democracia.
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Ahora bien, es tarea de todos que deje de ser un tabú, que la conversación llegue a las familias, a los amigos, a los bares. Es momento de que le pongamos rostros y cifras, de que abordemos la salud mental desde la infancia, de que empecemos como sociedad a gestionar nuestras primeras memorias porque serán lo que quede de nosotros cuando ya no estemos.
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