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Durante unos años de mi adolescencia arañé un proyecto que jamás llevé a cabo, se trataba de analizar la primera frase de los cien libros más importantes de la historia, a lo mejor ahora no les parece un enfoque muy original, pero les aseguro ... que tenía esa edad en la que todo parece que te lo has inventado tú. Me gustan las cartas de presentación, ese momento en el que tienes que pararte a pensar muy bien cómo quieres que reciba el lector el tono de la historia desde el principio. Después, sobre todo si tienes la estructura y a los personajes claros en tu cabeza, llegas a un punto en el que ellos y la propia historia te va llevando de un sitio a otro. Pero ese momento inicial es como la primera mirada del cortejo, como el traje que eliges para presentarte el primer día en tu nuevo trabajo.
Así, Tolstoy decidía teñir la tragedia en una sola línea en su Anna Karenina: «Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera».
Humberto Eco en 'El Nombre de la Rosa' decidía hacer el palimpsesto del que probablemente seas el inicio de un libro más reconocible y añadirle unas gotas de descreimiento sutil. «En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible».
García Márquez daba, en cinco líneas con el espíritu de Macondo y, a la vez, con toda la esencia de una nueva literatura: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo».
Pero no únicamente de literatura elevada vive mi obsesión por las cartas de presentación. Durante los años anteriores a la llegada de internet siempre me paraba a leer los anuncios de contactos de los periódicos porque me parecía que funcionaban por el mismo mecanismo. La necesidad, con una sola frase, de atraer al lector curioso a las redes de tu universo, de que te compre el producto que estás ofertando que, en este caso, eres tú mismo. Guardo aún en libretas algunos de esos anuncios como esta invitación clarísima a participar en una orgía hecha con toda la sutileza musical de la que una persona es capaz: «Estamos formando un coro… mujer, apúntate… No hace falta saber cantar ni solfeo…».
O esta otra, aparecida en este mismo periódico, que me inundó de ternura y risas a la vez: «Chico de 43 años, feucho busca chica sensible…». Leyéndolo, uno no puede evitar pensar que mejor que la chica no sea sensible a la belleza o este muchacho tiene pocas posibilidades.
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