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Durante la última etapa del franquismo, cuando la censura se había ablandado (aunque sin perder la insolencia ni la arbitrariedad) y durante toda la Transición, el sistema de los medios de comunicación tuvo gran relevancia política por la inexistencia de instituciones representativas. La prensa fue, ... literalmente, 'el Parlamento de papel', y en su orteguiana plazuela pública se escenificaron grandes debates, que ayudaron a la gente a conocer las diferentes opciones. Hay que tener en cuenta que la escuela, durante toda la dictadura, no informó a las sucesivas generaciones de la historia de este país, y sí en cambio le contó fabulaciones que, por fortuna, fuero dejando de tener crédito a medida que el país evolucionaba, se abría al exterior y empezaba a leer. Los grandes diarios de la época –'Informaciones', 'Madrid', 'Pueblo', 'Ya', 'ABC', 'El País' desde 1976– eran grandes plataformas de opinión que jugaron un papel relevante en la selección de líderes y en la información cabal de la opinión pública.
Pero eran otros tiempos, en que no chocaba en absoluto por ejemplo que la línea dinástica introducida en la Constitución excluyera a las mujeres. Ni había conciencia de la gravedad de la violencia de género, que por aquel entonces ni siquiera se llamaba así. Ni se había desarrollado la conciencia fiscal, ni existía prevención contra la corrupción política, ya que durante el franquismo la impunidad de los poderosos era una norma sobreentendida que parecía parte del paisaje. Construir la democracia no sólo requirió edificar un entramado institucional que culminarían en la Constitución de 1978 sino también ir acopiando valores de tolerancia, respeto y exigencia ética que no eran espontáneos sino que habían de crecer y desarrollarse con el propio régimen.
Así, don Juan Carlos, que adquirió legitimidad democrática con la aprobación de la Constitución, disfrutaba de una legitimidad carismática que en cierta manera era la trasposición del caudillaje enfermizo que veníamos de vivir. Y por una serie de razones aún no desentrañadas del todo, el papel crítico que debía desempeñar la prensa por su propia naturaleza –es el 'watchdog' de la democracia– se relajó completamente cuando el análisis versaba sobre el jefe del Estado. Don Juan Carlos gozó de una patente de corso que le permitió rodearse de compañías dudosas y ocultar algunas expansiones impropias en la vida de un rey en ejercicio. Prueba del marco de impunidad en que se movió el monarca español es que la revista Forbes ubicó a don Juan Carlos entre las primeras fortunas del mundo sin que nadie se atreviera a planear el menor interrogante. Y ello a pesar de que era púbico y noorio que el padre de Juan Carlos, don Juan de Borbón, Conde de Barcelona, estuvo arruinado toda su vida y tuvo que vivir de las donaciones de los monárquicos más adinerados. Nadie se preguntó de dónde podía provenir aquella gran fortuna que se le atribuía, y que tampoco la Zarzuela desmintió jamás.
Ahora, el personaje aparece con dos rostros, sin que nadie puda asegurar cual predominará con el paso deal historia. Uno de ellos, el del estadista intuitivo, que entendió desde el primer momento que su único futuro viable por la ruptura del gran anacronismo que lo había engendrado, y el otro, el del Borbón juerguista y frívolo que ya ha dejado su sello desde que la dinastía aterrizó en España en el XVIII.
Es muy probable que la Historia con mayúscula, la que decantará a medida que pase el tiempo, mantenga la visión tolerante que tuvo de él la prensa contemporánea hasta que, abierta la veda, contribuyó decisivamente a su defenestración. Y en cuanto a la prensa, que hoy se halla en un delicado punto muerto falto de decisiones y de profesionalidad, quizá hayamos recorrido un movimiento pendular también inadecuado. De no ver nada, el sistema ha pasado al escrutinio implacable; de la ceguera complaciente a la persecución cruenta. Quizá, de nuevo, hayamos perdido por un tiempo el sentido del equilibrio.
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