En poco más de un mes hemos visto al presidente de los Estados Unidos alentando el asalto al Capitolio y a uno de los partidos que apoyan el Gobierno de España apoyando las algaradas callejeras. Habrá quien no entienda por qué gente con alta responsabilidad ... política elogian la vía antiinstitucional y habrá quien haga melindrosos distingos entre uno y otros. Y sin embargo hay un punto en común entre los dos, como apunta la abundante bibliografía. Si los libros de Fernando Vallespín y Miriam Martínez-Bascuñán y de Matthew Goodwin y Roger Eatwell describen las variantes concretas del fenómeno, el de Pierre Rosenvallon y, sobre todo, el de José Luis Villacañas se detienen en la teoría del populismo, que, tengámoslo claro, es un movimiento de múltiples caras.
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No es errado decir que el populismo es un movimiento político que busca crear una hegemonía de lo que llaman el pueblo, o la gente, mediante la creación de un enemigo común, de perfiles indefinidos pero al que se le identifica con mucha facilidad. Este enemigo es la casta, los privilegiados. El antagonismo social tiene como finalidad la fundación de un nuevo orden, aunque para ello primero hay que crear la necesidad de ese nuevo orden mediante reclamos populistas que subrayen la inadecuación de las estructuras políticas. Se entienden así las declaraciones del vicepresidente segundo del Gobierno acerca de las insuficiencias democráticas en España. Las declaraciones tenían un objetivo cercano, las elecciones catalanas, pero eran una carga de profundidad destinada a crear la necesidad de abrir un proceso constituyente que remedie tales carencias. No es algo nuevo esto pues lleva repitiéndolo más de una década.
Si el entramado institucional no atiende a los reclamos del pueblo, este se ve eximido de hacer caso a tales instituciones y puede organizarse como ente político autónomo que pasa a la acción. Puede resultar curioso que desde el partido populista se aliente esa acción popular mientras ese mismo partido está en el Gobierno. La extrañeza desaparece cuando uno conoce la teoría leninista del poder dual: el pueblo y el poder ejecutivo coexisten el uno con el otro con la misma legitimidad, al menos en la teoría. El partido populista busca siempre estar en el Ejecutivo y desde él torpedear la acción del legislativo y del judicial para vaciarlos de poder y sentido, porque para el populista tanto el legislativo, con sus alianzas y transacciones, y el judicial con su normativa garantista desvirtúan la voluntad del pueblo.
De este modo se entiende que los portavoces de Podemos alienten el reclamo popular de excarcelación de una persona condenada por varios delitos y los disturbios callejeros. Lo que menos importa son los delitos sino la teatralización del reclamo social aumentado gracias a los medios de comunicación y las redes sociales. Lo que solo unos miles llevan a cabo, se convierte en la acción de la multitud gracias al uso teatral y expresivo de los medios de comunicación y a la repetición hasta el infinito de las redes sociales. No pasa de ser un exceso de énfasis, pero es efectivo.
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La acción callejera, las declaraciones intempestivas del vicepresidente o de los portavoces de su partido son necesarias porque el populismo ha de mantener una dimensión antiinstitucional. La normalización política significa el fin del populismo. En la medida en que dicha normalización crezca, el populismo disminuirá pero mientras se mantenga o aumente su intensidad el populismo se verá recargado con nuevas fuerzas y presentará a los agitadores como la vanguardia del cambio social y de la necesidad de la apertura de un proceso constituyente.
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