Ahora andan criticando a Javier Bardem por hacer de cubano siendo español. Detrás del debate respira el monstruo de la apropiación cultural por la que un actor español no puede interpretar a un cubano o un hetero, un viejo o un gay. Me estoy acordando ... de cuando Bardem bordó el papel de Reinaldo Arenas, escritor cubano homosexual sin ser Bardem ni escritor, ni cubano ni homosexual. Ni siquiera era Reinaldo Arenas.
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Para el papel de 'Fedra' en la tragedia platónica, habría que buscar princesas cretenses. Yo creía que el mérito del actor consistía en encarnar personas que eran distintas a él mismo: el gordo que hacía de flaco, el tímido de bravucón, el ciego tenía una vista de lince y el locutor, de pronto, era mudo. Para el woke, se supone que Bardem siendo español solo podría salir en las películas como un maldito conquistador imperialista violador de mujeres y de niños, comedor de recién nacidos y exterminador de culturas panamericanas, un tipo con estatua a derribar. Eso les parecería bien.
Hay dos dramas que discurren en paralelo masacrando el hecho cultural y cualquier otro fenómeno propio de las sociedades avanzadas. Las nuevas barbaries son la exigencia de empatía por la que a uno no le puede caer bien Anthony Hopkins en 'El silencio de los Corderos' y en segundo lugar, la literalidad que termina con el pacto con el espectador y que provoca que haya que explicar al público que lo que está pasando en la obra no es verdad.
La falta de cultura genera un babel incomprensible y termina con el universalismo por el cuál convenimos que uno de Soria puede hacerse cargo de los problemas y las dichas de uno del Amazonas, pues en realidad, todos somos la misma persona. Ya no. Ahora, el mulato del primero no debería ponerse en la piel del viejo del sexto ni del matrimonio gay del cuarto, pues la condición humana del grupo se anula en favor de las identidades particulares. Ponerse en el lugar del otro terminará siendo una ofensa al otro.
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Se habla del mérito de ser uno mismo, pero la verdadera aventura consiste en salir de uno. Mi padre sin ir más lejos se presentó en el reconocimiento médico del servicio militar en Cartagena alegando que era sordo y allí, desnudo, el oficial de turno le gritó tan alto al oído que cómo se llamaba su padre que respondió «Paco»y se fue para dentro. Claro que se vengó y durante cuarenta días, fingió que no oía ni las voces cuando lo llamaban por su nombre ni los platos que se caían a su lado, así que lo mandaron a casa por sordo.
Lo licenciaron, pero podrían haberle dado un Óscar. Ahora me entero que lo de mi padre ejercía la apropiación cultural, que es cuando te pones un sombrero mexicano sin ser mexicano o haces la danza de la lluvia un día en que te entrompas después del encierro de vacas en las fiestas de la Pedraja del Portillo donde Aurelio Martín, y resulta que no eres ni arapajoe, ni micosuki de la Florida, ni nada de nada. Ni siquiera eres de La Pedraja. Eres un vasco sanferminero gaditano medio francés gastroerótico, marino, taurino y sentimental que ya no puede más que hacer de sí mismo y por momentos ya no se acuerda de cómo era.
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