El constitucionalista Francesc de Carreras publicaba este pasado domingo en un nativo digital un artículo titulado '¿Gobernados por una consultocracia?', en el que -el lector ya lo habrá intuido- se cuestiona el poder supuestamente exorbitante que Iván Redondo y su equipo tienen en Moncloa, comparable ... al parecer al que ostenta Miguel Ángel Rodríguez en la presidencia de la Comunidad de Madrid.
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Teme el ilustre catedrático -uno de los impulsores originales de Ciudadanos, víctima inocente del grave descarrío al que ha llevado a esta organización un puñado de desaprensivos, con Albert Rivera a la cabeza- que los asesores dejen de mantener su papel subsidiario, consultor y y de 'staff' para convertirse ellos mismos en sujetos activos de la toma de decisiones. Por definición, el representante político que adquiere el poder y la consiguiente responsabilidad en una democracia es el electo, que está dotado de la legitimidad que le confieren las urnas. En modo alguno puede atribuirse al experto, al consejero, al consultor -al valido, diríamos en el Renacimiento-, que debe, como mucho, entregar las herramientas que guíen el criterio de quien lo ha contratado para que le ilumine.
El temor es legítimo -se dice, y con razón, que el miedo es libre- pero en este caso creo que resulta por completo infundado. Quien conozca a Pedro Sánchez y haya seguido su tenaz trayectoria -conviene no olvidar que fue objeto de un golpe de estado interno en el PSOE y que con tesón y voluntad consiguió auparse de nuevo a la secretaría general con el apoyo inequívoco de las bases-, sabrá -o tendrá al menos la intensa intuición- que no es persona que se deje arrastrar por las alambicadas estrategias de otros. En la complejidad actual de los estados, que obliga a mantener maquinarias administrativas capaces de gestionar las respuestas a los problemas, es lógico que los jefes del Ejecutivo se rodeen de potentes aparatos capaces de asimilar la realidad, de analizarla, de valorar las distintas respuestas a los problemas para que quien ha de resolver resuelva con conocimiento de causa.
Pero el supuesto maquiavelismo avieso de Iván Redondo, esta capacidad estratégica de conseguir cualquier objetivo a cualquier precio, sin escrúpulos ni principios, es exclusivamente una vulgar leyenda urbana, fraguada por los hacedores de fakes, que creen en el mito tecnocrático de que el poder es un valor demoníaco que se consigue con malas artes y no mediante la inteligencia del voto popular que discierne perfectamente entre el grano y la paja.
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Es cierto que Sánchez está bien acompañado por su propio gabinete, que sigue al paso una actividad dinámica mareante, sin quedar rezagado ni falta a cita alguna. Y lo es asimismo que la moción de censura contra Rajoy presentada el 25 de mayo de 2018, al día siguiente de la sentencia de la Audiencia Nacional que ratificaba la existencia en el PP de una estructura ilegal de contabilidad y financiación, fue una iniciativa oportuna, inteligente y bien gestionada, que terminó con éxito. Pero de ahí a suponer que todo fue una minuciosa teatralización urdida con más pericia que argumentos hay un abismo. A nadie puede sorprenderle -y, de hecho, a Europa no le sorprendió- que el partido al que se le descubre un muerto de este calibre en el armario sea enviado a la oposición por una temporada.
En otro lado de la barricada -hay que hablar de verdaderas barricadas intelectuales en estas cruentas vísperas electorales- está Miguel Ángel Rodríguez, un avispado personaje que consiguió el milagro de que José María Aznar fuera una estrella en el poco competido olimpo de nuestra política cotidiana. Tampoco en este caso Ayuso es un muñeco de guiñol dispuesto a recitar la farsa; más bien hay que pensar que la agudeza de su asesor estimula unas aptitudes nada difíciles de observar por otra parte, y que han hecho de esta aguerrida sucesora de Aguirre una más cotizada candidata de una derecha desorientada y huérfana, recién sorprendida por su propia audacia.
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