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Hay un deporte en España que consiste en lanzar piedras contra los políticos. A diestra y siniestra. Mañana tenemos elecciones y podríamos dejar las urnas vacías, pero no lo haremos porque, como decía Machado, si no nos metemos en política, la política se hará contra ... nosotros. Aunque sea sin excesiva convicción, es preferible acercarse y votar al que nos parezca menos malo. Por lo demás, desconfío de los que lanzan dicterios gruesos contra ellos porque políticos somos todos. Y, vistos de cerca, algunos resultan enternecedores, sobre todo cuando ejercen su tarea en los ayuntamientos, especialmente en los rurales. Hay que tener vocación de servicio para ponerse al frente de un ayuntamiento con escasos recursos y soportar las muchas susceptibilidades que provoca el cargo. Esa desconfianza atávica. Con lo fácil que sería denunciar cualquier abuso más allá de la toxicidad de las redes, donde todos somos sospechosos.
Más allá de ideologías, de contradicciones y de paradojas, los políticos me parecen admirables. Supongo que llegarán al final de campaña con los huesos fundidos por los kilómetros, los mítines, las entrevistas, lanzándose dentelladas de cocodrilo… Y todo sin salirse del guion, haciendo malabarismos dialécticos para no desviarse ni un centímetro de esa línea sutil, sí pero no, no pero sí, tratando de que no les pillen en renuncio. Posiblemente cada uno de nosotros podríamos subir a un estrado, poner una bandera del partido en el atril y comenzar nuestro discurso imitando a Sánchez, a Casado, a Rivera, a Iglesias, a Abascal, a Errejón o a Torra. Imagino tal ejercicio en una escuela de teatro. Cada alumno asumiendo, uno a uno, todos los papeles. Españoles, compatriotas, camaradas, compañeros…
Hace años, en Oporto, asistí a un espectáculo maravilloso. Estábamos en el puerto, frente a un grupo de pescaderas que vendían sardinas y verdeles. Un hombre con aspecto de mendigo, subido a una escalinata de piedra, lanzaba su discurso imitando a cada uno de los líderes lusos. Actuaba con cierta ceremonia y se notaba que había interiorizado los matices de cada una de las ideologías. Al acabar, con cierto enardecimiento, inclinaba la cabeza como un consumado actor de teatro callejero y las pescaderas, unas mujeres gordas y risueñas, aplaudían fervorosas dándose manotazos en los muslos como desahogo a su risa. He aquí el tinglado de la antigua farsa, me dije. Cada vez que hay elecciones me acuerdo de aquel mendigo prodigioso con vocación de actor.
Claro que hay políticos caraduras y logreros que remueven las leyes en su propio beneficio. Pero tenemos trenes, hospitales, escuelas, institutos, residencias, autopistas, bibliotecas o universidades que funcionan pese a que los políticos metan la pata. Para eso los necesitamos. Alguien tiene que ocuparse de la cosa pública por más que, a veces, también metan la mano.
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