La relación entre la política y la economía ha pasado ciertamente por múltiples situaciones a lo largo de la historia; altibajos, como vulgarmente se dice. Durante mucho tiempo se pensó, y creo que esa era la opinión mayoritaria de los estudiosos del fenómeno, que entre ... una y otra había una relación directa y automática, prácticamente de causa a efecto, y de influencia recíproca. La economía condicionaba en gran medida el margen de la decisión política, mientras que las situaciones políticas tenían de inmediato consecuencias en la marcha de la economía. Dicho de otro modo: la holgura económica permitía políticas expansivas y más redistribución; las apreturas económicas tenían el efecto contrario. Y al revés pasaba lo mismo: la estabilidad política ayudaba a la previsibilidad en la economía, de manera que se asociaba al crecimiento, mientras que la inestabilidad era sinónimo de desaceleración. La orientación de la fiscalidad en cada fase era la mejor vara de medir lo que estaba pasando. Todo ello expresado en trazo muy grueso, pues ya sé que estos análisis tan simples necesitarían de mucho matiz y de mucho cotejo de datos.
Sin embargo, a partir de cierto momento, o en el contexto de ciertos procesos, esa relación tan mecánica y tan lineal entre la política y la economía cambió de sentido, al menos como tendencia. He leído y escuchado a muchos pensadores que opinaban que ambas materias habían alcanzado un grado de separación cada vez más elevado y que, a partir de ahí, funcionaban con creciente autonomía, cada vez con menos interdependencia y con menos interferencia de la una sobre la otra. Algunos factores contribuyen claramente a ello, eso es evidente. La globalización de la economía, por ejemplo, muy ayudada por la electrónica, que permite llevar y traer inversiones y capitales por encima de los poderes terrenales; la pérdida de soberanía económica de muchos países, por diversos motivos, que les impide adoptar decisiones que antes eran suyas y ahora son de organizaciones o entidades supranacionales. Así que debe ser cierto que la 'desnacionalización' de las economías nacionales les proporciona un ambiente en el que pueden funcionar con notable independencia, abstraídas de los acontecimientos políticos del momento y del lugar. Bien sencillo: la política se hace en los territorios, en los países, dentro de las fronteras; la economía es más universal, se hace en la red, por encima de lo inmediato. Los seres humanos caminan por la tierra, arrastrando sus alegrías y sus penas; los capitales vuelan por el aire, movidos por la rentabilidad. Mucha diferencia hay.
Se pueden hacer algunas comprobaciones empíricas bien sencillas. Antes, cualquier mala noticia política hacía bajar la bolsa el mismo día, y a la inversa; de un tiempo para acá se puede observar que hay días en que la bolsa sube en medio de noticias políticas horribles, y también lo contrario. Lo que seguramente quiere decir que hay otros estímulos para el alza o para la baja que no son los acontecimientos políticos del entorno, sino decisiones, expectativas, anuncios, etc., muy alejados de la proximidad. Seguro que hay veces en que lo bueno y lo malo coinciden en lo político y en lo económico, pero no porque lo uno sea causa de lo otro, sino simplemente porque coinciden en el mismo momento.
La verdad es que no sé si esta teoría de la disgregación es buena o mala, porque tampoco tengo muy claro que sea correcta. Dependería, en todo caso: si estuviéramos seguros de que, por bloqueada que esté la política y por incierto que sea el futuro, la economía iba a seguir una trayectoria ascendente de crecimiento, con más inversión, con creación de empleo, con mejora de la calidad de vida, etc., podríamos aceptar que está bien eso de que la política y la economía funcionen como dos vectores autónomos. Pero no, no lo veo tan claro. Hay datos cada vez más evidentes de desaceleración económica y, de hecho, las previsiones de crecimiento del PIB se han corregido a la baja varias veces; en contraposición, llevamos ya mucho tiempo en que no se han hecho reformas estructurales prácticamente en ningún ámbito importante de los que las necesitan, llámese sistema de pensiones, educación, mercado laboral, energía, industria, etc. Un hecho bien revelador: es seguro que aquel presupuesto que se aprobó en la primavera de 2018, ya con notable retraso, siga vigente durante buena parte del 2020, y eso si hay suerte; lo que quiere decir que habrá sobrevivido a tres legislaturas, aunque ya sé que es muy optimista llamar legislaturas a los periodos parlamentarios transcurridos desde entonces. Otro más: la financiación autonómica que se está aplicando, y que ha dado lugar recientemente a insistentes reclamaciones hasta que se liberaron fondos, se aprobó en 2009, hace ya diez años y con vigencia quinquenal, por lo que lleva caducada desde 2014, hace ya cinco años.
Así que el problema es este. Puede ser que haya tendencias económicas globales que se mueven al margen de las turbulencias políticas de aquí y de allá; incluso tienen sus propias turbulencias, relacionadas con el funcionamiento del mercado mundial, más que con lo que pasa dentro de nuestras fronteras, o dentro de la Unión Europea. Pero hay una cosa innegable: si las tendencias fueran buenas, que ojalá lo sean, la política tiene tarea, le corresponde estimular, consolidar, redistribuir; y si no son tan buenas, a la política le corresponde prevenir, amortiguar, corregir. Todo eso es lo que necesita capacidad para tomar decisiones y perspectiva de tiempo, porque desde el bloqueo no se puede ofrecer ni seguridad, ni certidumbre, ni confianza. Un reciente estudio de la situación española en el aspecto que he comentado hablaba de las «cicatrices por la falta de gobierno», y enumeraba las que eran más visibles en la anatomía nacional. Esperemos que de aquí a un mes podamos ir quitando puntos y levantando tiritas.
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