Soy de los que creen que el pueblo nunca se equivoca, ni es posible por tanto reprocharle el sentido del voto (tampoco halagarle cuando se coincide con él). La soberanía popular es uno de esos entes mistéricos en que se produce la transubstanciación de ... la masa en comunidad, y ese sagrado proceso es irreprochable, y un buen demócrata habrá de acatarlo, siempre, claro está, que no se traspasen límites relacionados con derechos humanos inalienables (no se alarmen: estoy pensando en la Alemania de los años 30).
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Pero esta convicción, que va por delante para que nadie piense que ninguneo o minusvaloro la espectacular victoria de Ayuso en Madrid, no impide que uno examine con criterios racionales los resultados electorales, no para criticarlos sino para interpretarlos. Monedero, uno de los fundadores de Podemos, reaccionó a los resultados de Madrid con aquel exabrupto, «hay gilipollas que ganan 900 euros y votan a la derecha». Y esta caricatura equivale en realidad a toda la literatura política que relaciona la renta con el voto, y que arrancó mucho antes de se inventaran los términos socialismo y comunismo.
En la ortodoxia clásica del sistema parlamentario que abarca desde la extrema izquierda a la extrema derecha, desde el centro izquierda socialdemócrata al centro derecha liberal, es lógico que las clases menos favorecidas y asalariadas sean teóricamente partidarias de la izquierda, que les ofrece un Estado fuerte, capaz de asegurarles protección, unos buenos servicios públicos universales y gratuitos y una seguridad social generosa. Por el contrario, las clases acomodadas y ricas, autosuficientes, en gran parte clases medias-altas, votan a la derecha porque es partidaria, en el mejor de los casos, de «un Estado suficiente», y desarrolla la tesis de que los impuestos han de ser bajos para que la riqueza excedente se dedique a la inversión y genere puestos de trabajo. Son las dos visiones del mundo, en su esqueleto elemental.
Pues bien, desde los años 80, se está produciendo un fenómeno que parece in crescendo: las clases bajas y medias han comenzado a votar a la derecha, en contradicción con los criterios economicistas racionales. Los trasvases más obvios han sido los de laboristas a los conservadores británicos (que explica también la victoria del 'brexit'); el de los arrabaleros franceses, en buena parte inmigrantes, que han pasado desde loa izquierda áspera y radical al partido de Le Pen; la fuga de los demócratas blancos, víctimas en cierto modo de las discriminaciones positivas de los negros y con un desempleo elevado, desde las fibras demócratas hacia los republicanos de Trump. Andrés Ortega ha publicado en el diario de Nacho Escolar un análisis interesante titulado '¿Por qué las clases bajas votan a las nuevas derechas?', en el que se llega a la conclusión de que el sentido del voto no siempre se debe a razones socioeconómicas sino que está vinculado a razones culturales. Pippa Norris y Ronald Inglehart ya detectaron en su día la dimensión cultural de las victorias del 'brexit' y de Trump en 2016.
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Ahora, acaba de publicarse en francés 'Clivages politiques et inégalités sociales', escrito por una veintena de investigadores bajo la dirección de Amory Gethin, Clara Martínez-Toledano y Thomas Piketty (fácilmente asequible por Amazon) donde se explica con datos este fenómeno. Su conclusión -explica Andrés Ortega- es que, ante la incertidumbre reinante y la creciente desigualdad, ha ganado la idea de comunidad nacional, religiosa, cultural o étnica. Y ante esta idea y sus simplismos, la izquierda lo tiene más difícil, ya que además la socialdemocracia está muriendo de su propio éxito: logrados sus objetivos, no tiene sentido persistir en ellos.
El capítulo sobre España señala que las divisiones de clase se han ido progresivamente reduciendo, como en Italia; en ambos países la industrialización ha sido tardía (y cabe añadir que insuficiente), al tiempo que han surgido partidos populistas de derecha, de centro y de izquierda que han tenido camino expedito por la mala calidad y el fuerte desgaste de los partidos tradicionales. Rotos los vínculos de afectividad entre clase y política, los liderazgos personales adquieren prevalencia sobre las ideas. En Madrid, Ayuso entendió las claves de las aspiraciones mayoritarias; y todo lo demás ha sido simple literatura.
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