![La plaza de España](https://s2.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2024/01/18/1447733034.jpg)
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Aunque todas las plazas pueden parecer iguales, no lo son. Las hay con cuatro esquinas, las hay redondas y en Valladolid las tenemos hasta octogonales. Hay plazas sin forma definida, las hay que son en realidad ensanches venidos a más e incluso tenemos plazas que son solamente conceptos, como, por ejemplo, la del Corrillo, que si la quitas el kiosco se queda en un estado de ánimo. Pero la verdadera diferencia no es esa. Lo que distingue en realidad a las plazas es el momento del día en el que más brillan. Así tenemos plazas de mañana, plazas de tarde y plazas de noche. No tienen nada que ver entre ellas y nos muestran diferentes maneras de estar en el mundo. Las plazas de tarde son bucólicas, como sacadas de un cuento antiguo, con niños que toman la merienda, ancianos que vuelven a casa y estudiantes que vienen y van con su estrés y con sus gafas para la hipermetropía. En ellas la ventolina se lleva la hojarasca, porque siempre es otoño. Un ejemplo de esto es Santa Cruz, con un crepúsculo que calienta piedras de hace dos dinastías. Luego están las plazas de noche, que son diferentes porque tienen luces que brillan, charcos que resplandecen y una sensación de refugio, de útero que te protege, que te acoge y te da luz dentro de la oscuridad. Por ejemplo, la Plaza Mayor y el granate de sus fachadas, que lucen de abajo arriba, elegante y sutilmente, como si estuvieras dentro de un teatro en el que el único telón son tus párpados cansados.
Y luego están las plazas de mañana, caóticas, frenéticas, pragmáticas. Entre ellas destaco la Plaza de España, que tiene ritmo de recado, de acabar de venir del banco y de estar yendo a por un papel a Hacienda. Y entre medias visita a la farmacia, a la librería y café que te crió. Por eso la Plaza de España no acoge, sino que expulsa, porque tiene un ritmo particular, un ritmo como de agobio, de enfado, de haber discutido con un funcionario y de estar a punto de llegar tarde al médico. El ambiente está lleno de taxis que pitan, de buses que paran y de atascos que se cruzan. Y, por si fuera poco, justo debajo hay un parking, lo que da al espacio aún más sensación de refugio provisional. Y entres por donde entres te va a tocar pararte en un semáforo. Es algo inevitable como la gravedad, como las mareas, como los ciclos de la luna. Así que la Plaza de España, por las mañanas, es un intercambiador, una zona de paso que tiene algo de plaza de pueblo, con ese caos multiusos en el que lo mismo se cambian cromos que se coleccionan estampitas o que te venden un manojo de puerros y acerolas. Si te descuidas y es fin de semana te puedes encontrar con un certamen de pintura rápida, una exhibición de bailes de salón o hasta una feria del libro.
Pero todo eso cambia por la tarde, cuando la plaza se desdibuja y se convierte en un paréntesis, en un interludio entre lo que acabas de hacer y tu sagrada casa. Y entonces la plaza se apaga, los funcionarios se van y los colegios cierran. Emigran las palomas, los ancianos y los taxis. Y queda solo algo de nostalgia, como de paraíso perdido y de mujer que se mira al espejo recordando lo que fue hace no tanto.
Y también tiene algo de frontera. Porque la Plaza de España tiene -es un decir- cinco lados. Y no tienen nada que ver entre ellos, forman un espacio fronterizo en el que acaba un Valladolid y empieza otro. Está el lado del Banco de España, que pertenece al Valladolid burgués. Está emparentado con Gamazo, con Miguel Íscar y con Duque de la Victoria. Esa parte de la ciudad es nuestra City, con inversores, banca privada y galerías de arte. Luego está el lado de la Iglesia, que es tan fea que hasta hace poco mi hija pensaba que era un túnel. Y es que es cierto, la fachada de La Paz parece la puerta de entrada cuántica a un espacio interdimensional con naves espaciales, agujeros de gusano y problemas de cobertura. Está, además, inserta en un mamotreto 'typical pucelano', una muestra de ese sudapollismo arquitectónico que te coloca un barracón de Medellín al lado de una obra maestra del gótico isabelino y que hace de nuestra ciudad una oda al electicismo, un homenaje a lo mestizo y que mira con cierta condescendencia a esas ciudades coherentes, pequeñitas y góticas en las que lo único que pasa es el tren. Ese lado es frontera natural con la Esgueva, que pasa por Dos de Mayo y sigue por Miguel Íscar. Y se nota la barrera. Otro lado pertenece claramente a San Andrés, con esas casas que dan a Mantería o a José María Lacort y que conservan el sabor del Valladolid popular y gremial. Miran al Banco de España, pero saben que nunca podrán ser como él. Están cerca, pero otro mundo. Pero cuando el Banco mira a esas casas mira lo bonita que es la realidad de la vida con arrugas. Y ahí están condenadas a mirarse con una bola del mundo entre medias. Y luego está el lado de la Plaza de España propiamente dicha, esa zona con bares, tiendas y un hotel. Esa zona se debate entre ser centro y ser barrio. Quiere creerse zona turística, pero sabe que nunca lo será y que su papel es dar paso de la Casa de Cervantes a Teresa Gil, de la Plaza Madrid a la morería.
Y luego la marquesina, que yo vi antes en el final de la calle Muro -Wall Street- y que languidece. Se nos mueren los puestos, se jubilan los tenderos y desaparecen los clientes, que no tienen tiempo para ir por la mañana a por acelgas. Y sin marquesina, ese sotechado tiene poco sentido. Y no digo ya el jardín aéreo, el oasis sostenible, aquella cubierta vegetal. Yo supongo que lo más sencillo es cambiar un mercado por otro, fingir que aquí no ha pasado nada y que si no hay fruta pues a vender jabón contra la psoriasis, especias exóticas, inciensos raros y pulseras de cuero. Pero es un error. Si un mundo se acaba hay que repensar la plaza para el que viene. Es posible que no sea tan obvio, que conlleve más esfuerzo y que se tarde un poco más. Pero, a cambio, podremos repensar una plaza que pide un cambio a gritos y no solo una chapuza más. Quién sabe si, algún día, los vallisoletanos seremos capaces de verla como un espacio amable y propio y no solo como un cruce de caminos. No es lo mismo ser el centro de algo que estar en el medio de todo. Y si no, que se lo digan a los miércoles.
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Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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