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La publicación de los datos del paro me pilló meditando sobre qué es más deprimente: encerrarse en el hogar o salir de compras. Pronto llegué a la conclusión de que recorrer cualquier distrito de la ciudad es lacrimógeno porque ninguno se libra de carteles ... vendiendo o alquilando comercios, pisos, kioscos y casi cualquier negocio, salvo las funerarias. En la radio de casa unos contertulios analizaban los resultados de la EPA que, según como se lean, no parecen tan malos como era de esperar, salvo que pienses en el drama de los 140.000 desempleados forzosos que hay en la región.

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En un intento de alejarme de mis oscuros pensamientos enchufé la tele donde, además de repetir esas cifras, hablaban de otras cosas. Por ejemplo, de los voluntarios de Cruz Roja que reparten comida entre los más desfavorecidos; de los datos sobrecogedores de la pandemia mundial; o de la irresponsabilidad de los miles de mamarrachos que hacen botellón cada noche, con toque de queda o sin él.

Tratando de huir de la melancolía busqué en el armario una pastilla de Prozac, el famoso antidepresivo, cuyo bote estaba más caducado que la yenka. Cuando intenté resolverlo llamando al ambulatorio para pedir píldoras nuevas a mi galeno de cabecera, la respuesta del contestador automático no pudo ser más decepcionante: «Todos nuestros operadores están ocupados. Inténtelo de nuevo más tarde». En días así da gusto madrugar...

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