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El espectáculo universal de arte vario que se representa estos días en una pequeña península con vistas al Golfo Pérsico ha colmado de mísera hipocresía ... una vez más el valioso legado del deporte olímpico que alumbraron los griegos en Atenas hace tres mil años. En nombre del omnipotente dios del dinero, los amos de un emirato fundado hace medio siglo pregonan la grandeza de su soberanía medieval con el regocijo de divertirse con un juguete nuevo, tan sugestivo como la compra en subasta del cuadro de la Mona Lisa. Qatar, ese exiguo territorio que flota sobre un océano de petróleo cual premio de otro dios desconocido, muestra 'urbi et orbi' el perfil de sus rascacielos clavados sobre arenales con la misma complacencia y orgullo de nuevo rico que impone su ley para seguir amasando riqueza sobre el secarral de sus desiertos, vacíos hasta hace siglo y medio.
Causa asombro, en este tercer milenio del mundo revuelto por la globalización, la simplicidad y eficacia de los gobernantes cataríes, señores de horca y alfanje cuya potestad supera la tradicional fórmula divina de las monarquías absolutas. Los emires de Qatar, dueños de los caladeros de perlas y otros negocios de escasa ganancia hasta los años finales del protectorado británico, mandan ahora sobre todo lo que se mueve en su diminuta península, cuya superficie es semejante a la de la provincia de Zamora.
El régimen político catarí es tan riguroso que la sucesión de sus emires se ejecuta con la fórmula estricta de tres golpes de Estado, que elevaron al trono forzosamente a miembros de la familia Al Thani, descendientes de esa estirpe.
Produce una hilaridad incontenible la exigencia inocente de quienes estos días cercenan, aunque con extremada moderación, el respeto en aquel paraíso perdido a las libertades de los homosexuales y los derechos de las mujeres. Los emblemas visuales y los gestos en público a favor de esos grupos, cuya dignidad carece de toda tolerancia en la ley y en la calle de aquel rincón del mundo árabe, no han logrado superar la barrera de una anécdota ocurrente. Sin embargo, los jeques europeos de la poderosa FIFA, responsable del evento futbolístico, no han ahorrado esfuerzos para incensar con devoción a los mandatarios de esa tiranía catarí que se niega a cambiar de siglo su reloj medieval. Han cambiado con el tiempo, especialmente en el deporte, el discurso de los tartufos, lo que ellos deberían decir, pero dicen con palabras de sumisión. «Hoy me siento gay, árabe y emigrante», proclamó valeroso el presidente de la FIFA Gianni Infantino horas antes de que esa Federación, vendida al poder del dinero, desaconsejara a los futbolistas mostrar emblemas o hacer gestos a favor de la tolerancia de los derechos reprimido allí y perseguidos en los tribunales. Al modo del Tartufo que Moliére rebautizó con el apellido de impostor, el amo de la FIFA, tantas veces acusado de utilizar métodos ilegales en su gestión futbolística, se vio obligado a tranquilizar a la hueste árabe que ha gastado más de doscientos mil millones de euros en poner a punto las instalaciones y los servicios del Campeonato Mundial de Futbol más extravagante, el más caro de la historia y el primero instalado en territorio desértico aunque exuberantemente próspero.
La organización de este torneo de fútbol ha logrado poner a Qatar en el punto de mira del mundo entero, a pesar de los cambalaches financieros y empresariales que han castigado a los trabajadores inmigrantes, quienes construyeron siete estadios de futbol, hoteles de lujo y carreteras en un tiempo record a precio de saldo. El delirio del mercado de gas y petróleo, una riqueza subterránea cuyo caudal seguirá suministrando cantidades ingentes de dinero durante medio siglo, ha creado una suerte de placa tectónica exenta de control por los organismos encargados de hacer respetar los derechos humanos. Los regímenes autoritarios, como los de los países árabes del Golfo Pérsico, solo utilizan la razón de Estado cuando actúan precisamente en ese escenario internacional para castigar con fuerza cualquier disidencia, ya sea encarcelando a las mujeres que reniegan del velo islámico o aplicando una represión sin límites y con armas de fuego frente a las manifestaciones ciudadanas. Sus dirigentes no están dispuestos a permitir cualquier licencia democrática que ponga en peligro la fortaleza y los privilegios de las élites. El caso de Qatar es categórico: su Producto Interior Bruto per cápita fue en 2021 de 51.810 euros, similar al de Dinamarca, Suecia o Países Bajos. Qatar ocupa el puesto 13 en ese 'ranking' mundial del que se benefician apenas 300.000 ciudadanos de los tres millones de su población.
El fútbol llegó a Qatar de la mano de los ingleses cuando gobernaban el Protectorado hasta hace medio siglo, pero su esplendor local es muy escaso. Solo la mitad de los jugadores de su plantilla nacional han nacido en el país, y el interés obsesivo de sus gobernantes no es producto de la afición local, casi nula. A pesar de esa carestía deportiva, los informes financieros animaron a los amos de Qatar y de otros países del Golfo Pérsico a utilizar sus ingentes fondos soberanos en inversiones destinadas a los clubes europeos en dificultades, a la fundación de su pujante línea aérea nacional y del canal televisivo Al Yazeera. El júbilo en plena efervescencia del Campeonato Mundial de Fútbol, con fórmula del Qatar-2022, ha creado un espejismo a escala planetaria. Nada se mueve contra los anfitriones, y todo rencor o crítica se ha apaciguado desde que comenzó la competición.
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