La peste no tiene quien la edite

A estas alturas, cuando el cuerpo pide mayear, cuando la avanzadilla de la desescalada es el único privilegio del pueblo olvidado, hay que hacer balance de muchas cosas: de los que han ido llevando –hasta el fundido en blanco y griposo– una vida perra. Pero también de qué rápido y qué pronto el ciudadano se ha vuelto delator, contaminante, rastrero y cacerolo.

En los áticos ya no crecen rosas, sino rifles o cielo bajo. Los paseos son responsables según sintomatologías concretas, y los niños no quieren hacer deberes, quieren un 15-M y la libertad de cruzar el Puente Mayor. En el Congreso, Arrimadas hizo lo único que podía, que la ciencia de Iván Redondo hace tiempo que descubrió que el chantaje iba a entrar en el estado natural del alma.

Últimamente, el paseo por el regato y el palomar me huele a cieno y como a basura. He descubierto que los libros ya no me hacen compañía y que el paraíso es que te saquen del grupo de 'guasap'.

Que dice Igea que perderá con gusto las elecciones si se trata de salvar vidas, que dicen las revistas científicas de la catástrofe de la derrota. Que dicen las editoriales que no quieren publicar diarios críticos y que dice Adriana Lastra no sé qué de una cacatúa.

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