![El año de la peste](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202103/11/media/cortadas/GF0F8K3-kbPH-U13078809884616F-1248x770@El%20Norte.jpg)
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Los supermercados adquirieron, de repente, un aspecto de postguerra, y las farmacias eran un mix entre la película 'Mash', de Robert Altman, y la canción 'El Niágara en bicicleta', de Juan Luis Guerra. No había alcohol, ni termómetros, ni guantes; también escaseaba el paracetamol, como ... el papel higiénico en las tiendas y las ganas de hacer planes en las familias. De pronto, hace un año, el tiempo se detuvo y decretaron reclusión domiciliaria para todos. Algo insólito que nos cercenó la existencia durante tres largos meses y que, aún hoy, hace de la incertidumbre un factor esencial en nuestra existencia.
Este ha sido un tiempo infausto. Para empezar, cerca de cien mil víctimas por el maldito coronavirus. Miles de familias destrozadas, relaciones inexistentes, amigos a los que no vemos desde entonces, viajes anulados, planes en el aire, proyectos arrumbados... toda nuestra vida bocabajo hasta que las vacunas hagan su efecto y podamos volver donde estábamos hace exactamente doce meses. Ya sabemos que la denominada «nueva normalidad» no es sino un eufemismo epatante de los políticos y que a cada esperanza le sigue, indefectiblemente, la admonición de cierta señorita Rottenmeier, siempre de guardia, a cualquier hora, para que no nos permitamos una alegría. Es la misma que dijo en los medios que las vacunas «no le convencían» y más tarde tuvo que rectificar forzada por la evidencia.
A estas alturas estamos exhaustos anímicamente. Necesitamos ver a nuestros seres queridos, hacer una escapada. Vivir, en una palabra. Ya sabemos que tenemos que ser prudentes y que no habrá vacaciones de Semana Santa. Lo asumimos, ¡cómo no hacerlo!, pero, por favor, que no nos riñan más ni nos tachen de irresponsables o frívolos. Ya está bien. Y que Fernando Simón no nos tome por tontos y nos diga que es «un último esfuerzo» y que todo será cuestión de «un mes y medio». Sabemos que serán muchos meses más, hasta que alcancemos el 70 por ciento de inmunidad. Las vacunas llegan a cuentagotas y los cálculos realistas hablan de final de año como meta posible para alcanzar ese objetivo. Entonces, a cuenta de qué nos hablan de unas pocas semanas o nos dicen que en verano el problema estará resuelto. Pedimos, tan sólo, que nos digan la verdad y que dejen de responsabilizarnos de todo, como cuando este portavoz afirma que la tercera ola es «porque lo pasamos demasiado bien en Navidad». Ya ven, sin movernos, sin cenar con nuestros hijos, sin compartir las fiestas... y nos echan en cara lo que supuestamente disfrutamos, como si la culpa del desastre fuera nuestra.
Este es un pueblo mayoritariamente responsable y sensato que agradecería, de vez en cuando, algún elogio a su comportamiento. Pero no ocurre. España ha puesto demasiados muertos, excesivos enfermos e inasumibles parados en este último año devastador. La gestión de la pandemia ha tenido momentos lisérgicos y, todavía hoy, nadie está muy seguro de hasta qué hora puede andar por la calle o qué zonas permanecen confinadas. Los presidentes autonómicos se vieron, de golpe, al frente del problema ante la inacción del Gobierno, y un cierto desconcierto ambiental continúa impregnando todo aquello que nos rodea. El año de la peste permanecerá en nuestra memoria como una desolación penitencial que no tiene una estación término nítidamente marcada. Seguimos embozados con mascarillas y empapados en alcohol, pero no del que se ingiere para olvidar en las barras prohibidas de los bares, sino del que nos desolla las manos a fuerza de frotar. Este parece ser el signo de los nuevos tiempos.
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