Dicen que lo dijo Bismarck: «España es el país más fuerte del mundo; los españoles llevan siglos intentando destruirlo y no lo han conseguido». No sé si es bueno o es malo reflexionar sobre los límites del espíritu crítico. Pero sí me parece que es ... difícil encontrar un país que se respete menos a sí mismo. Empezando por nuestros símbolos, sean himnos, banderas, tribunales, parlamentos o coronas.
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En el caso de la saga/fuga de JC, el Presidente se afana en proclamar que aquí no se juzga a instituciones, sino a personas. Y no sabe hasta qué punto se equivoca. Juzgando a Alfonso XIII se condenó a la Monarquía. Juzgando a sus dirigentes se condenó a la República. Juzgando a Franco se condenaron los principios del Movimiento. Juzgando a Juan Carlos I parece que ahora nos disponemos a poner en cuestión nada menos que al régimen de la Constitución de 1978. Juzgando, eso sí, sin pasar por los tribunales.
Antes de que exista un solo cargo, la presunta inviolabilidad jurídica del Rey emérito se ha convertido ya en una absoluta violabilidad moral. Casi en un linchamiento. Desde esa calle que ha sustituido a la calle y que son las redes sociales. Desde las propias instituciones del Estado (Pere Aragonés: «Los borbones son una organización criminal»). Desde la mitad más oscura del Gobierno. Desde su otra mitad, más adánica. Desde la propia iniciativa de la Corona, que tantas veces –empezando por el propio Don Juan Carlos con su padre– se ha afanado en defender a las instituciones sacrificando a las personas. Enseñanzas que se repiten.
Violabilidad y abandono, pues a partir de este momento, fuera de las fronteras de España, el Rey emérito, con todo su título, podrá sentarse en el banquillo de cualquier país por cualquier causa que se le impute. Para regocijo de muchos españoles. Pero sobre todo para regocijo de todas esas personas, esas instituciones, esos países que se sienten tanto más fuertes cuanto su vecino es más vulnerable. Si Don Juan Carlos es culpable, ¿no sería más transparente y más coherente juzgarle en España y obligarle a que salde sus cuentas? Si es inocente, ¿no sería más sencillo defender su inocencia desde nuestro propio sistema jurídico? Separando a las instituciones de las personas, con sus luces y sus sombras, al final lo que propiciamos es que las instituciones se debiliten, se estrechen, se vacíen. Nos olvidamos de que si son algo, las instituciones lo son porque representan a las personas.
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Por un tiempo, la condena sin juicio del Rey emérito nos ha permitido poner en segundo término esa otra condena que es la pandemia. Hemos visto ponderar, ignorar, insultar u oscurecer con la sombra de la sospecha a Don Juan Carlos. Pero seguimos sin ver el alcance verdadero de esta tragedia. Contamos millones de dólares flotando entre las cloacas del Estado y las de la 'beautiful people', pero seguimos siendo incapaces de contar correctamente a nuestros muertos. Y nadie nos dice la verdad: que el virus afecta a los pulmones y a las carteras. Pero también a la cabeza. «Un poco de locura en primavera es saludable incluso para el rey», decía Emily Dickinson. Lo malo es que estamos ya pasando el ecuador del verano.
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