Es el gran temor de todos los gobiernos, el terror blanco que recorre el espinazo del poder como una pesadilla. Ante la posibilidad cierta de verse cuestionados en avenidas y plazas, cuando la situación general se pone en contra, todos los gabinetes ministeriales tienden a conjurar la situación adversa tirando de chequera, prometiendo aquello que no pueden cumplir y poniendo en solfa el futuro para intentar salvar el presente.
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La legislatura atraviesa su peor momento. El Gobierno «bonito», hiperfeminista, ultraprogresista y garante de una vida mejor para todos los ciudadanos, ha encallado donde menos se lo esperaba. Atrapado por la situación geopolítica internacional tras la invasión rusa de Ucrania que ha provocado un cataclismo en el orden mundial, las desgracias se concatenaron, por no venir solas, y han provocado un sentimiento de temor como hacia mucho tiempo que no se recordaba. Por primera vez, se habla abiertamente de la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial, y lo hace el mismísimo presidente de los Estados Unidos, cuyos asesores militares no descartan la utilización de armas nucleares por parte de Vladimir Putin.
El granero de Europa que es Ucrania, ha dejado de enviar cereales a unos países que acusan abiertamente su falta. Se necesita maíz, trigo, fertilizantes y materias primas, cuyo suministro se ha visto obligadamente interrumpido a causa de la guerra. La ganadería ha sufrido y los fabricantes de alimentos también. Los precios han subido y el desabastecimiento se ha dejado notar de manera clara.
Este fantasma de la falta de productos en los lineales de los supermercados se ha visto agravado, y de qué manera, por la huelga de camioneros que ha dejado al país sin suministro de productos básicos. Nuevamente, el atavismo imperecedero del acaparamiento sin control, ha dejado notar su efecto. De manera compulsiva e irracional, el personal se ha lanzado a llenar sus despensas de manera más allá de lo razonable. Carritos repletos de legumbres, harina, leche, arroz y, por supuesto aceite de girasol, han dejado temblando los estantes de las tiendas ofreciendo una imagen de desolación que este país asocia a los tiempos pretéritos de su lucha fratricida. Pedro Sánchez, sabía que esa imagen repetida en los informativos de todas las cadenas televisivas se lo podía llevar por delante, por eso dio orden a su ministra de que arreglara «como fuera» el paro de los transportistas.
La sola idea de ver mesnadas de ciudadanos en las calles de toda España gritando en su contra y pidiéndole la dimisión, le helaba la sangre. Como si fuera una epifanía, sintió que esa ola humana podría conseguir lo que no puede hacer la oposición. Contra un clamor unánime es imposible mantenerse en el poder. Cuando se pierde a la ciudadanía en las plazas solo cabe convocar elecciones y, en esas circunstancias, Feijóo podría llegar a La Moncloa antes de lo que él mismo piensa.
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De ahí las prisas, tras calcular con una incompetencia alarmante los tiempos políticos. A remolque de los acontecimientos, el Ejecutivo trata de meter de nuevo la pasta de dientes en el tubo temiendo que el futuro pinte con una oscuridad insoportable. Los precios de la electricidad, la cesta de la compra y las gasolinas; la inflación y el descontento social, le han pasado al Gobierno una factura muy seria que tendrá que pagar en soledad, abandonado por unos socios prestos siempre al carnaval, pero incapaces de gestionar las crisis. La gente esta muy enfadada porque no llega a fin de mes. Por eso ya no es hora de palabras, sino de actuaciones concretas que nos saquen de esta.
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