Escultura en una sepultura de El Carmen.

Pequeño lenitivo a nuestro dolor perpetuo

Crónicas de gentes recias ·

Y entonces entendí que el castellano es castellano ante la vida y ante la muerte

Pablo Merino

Lunes, 1 de noviembre 2021, 08:37

Hace un mes caminaba con mi afligida madre hacia el tanatorio para dar el último adiós a mi primo Míguel 'El Negro'. Entonces hacía sol y las praderas del cementerio estaban verdecitas. Un viento suave disparaba hacia la acera el agua que proyecta la fuente ... de la rotonda. Mi madre y yo caminábamos del brazo a ver a una familia que solo veo cuando alguien fenece. En la rotonda estaba un vecino mayor, menudo, como un paseante aleatorio en las inmediaciones de aquel depósito, hablando con otro señor más joven y espigado.

Publicidad

Un par de días más tarde, comprando el pan, nos encontramos al vecino mayor y menudo. Resulta que estaba allí para velar a un conocido del pueblo, que moría rebasado el siglo de edad. Mi madre, nuevamente afligida porque mi madre se aflige con una facilidad pasmosa, le respondió que acudía al paraíso privado de Avenida Gijón por un primo, que con cincuenta años dejaba huérfanos dos hijos, uno de ellos que desposaba el mismo día del funesto acontecimiento. Mi vecino, tan mayor y menudo como siempre, le corrigió: «no, no tenía cincuenta, tenía cincuenta y uno». Y entonces entendí que el castellano es castellano ante la vida y ante la muerte.

Ya no hace sol y los campos están cubiertos de la tamuja y el musgo que permite el crecimiento de níscalos, negrillas y setas del caballero. Las noches caen como plomo sobre el cielo azul de las mediodías urbanas. El frío acompaña tardes que parecen eternas hasta que con el sol del membrillo del día siguiente salen las señoras a comprar. Hasta la noche del 31 hace frío, pero no se enciende la calefacción. Es la noche del primer día del penúltimo mes del año cuando se consultan las ayudas para cambiar la vieja caldera atmosférica por una estanca y cuando el castellano pura sangre, tras todo el año perfeccionando su entrada al cementerio, entiende que cuanto más bajón, más protagonismo en la conversación. Le duele la muerte pero se regocija en ella. Sabe de la enorme responsabilidad que conlleva honrar a sus difuntos pero rebaja la importancia con la suficiente frivolidad como para ahorrar unas monedas comprando horrendas flores de plástico.

Antes de entrar en el cementerio compro un cupón al estratega comercial que se ancla en la puerta del Carmen, que es mi forma particular de quitarle hierro al asunto. No se oye el tendido eléctrico del tren que flanquea el camposanto como ocurre en los sepelios estivales. Se oyen conversaciones distendidas, sin júbilo pero también sin solemnidad, como las de cualquier tarde en el centro de la ciudad de los vivos. Los gitanos celebran el día con alborozo, se llevan de comer y de tapar, y colman las tumbas de su familia con centros coloridos y esculturas florales que harían vomitar a una cabra. El resto deambula por el paseo central entre imponentes panteones, arcos góticos, palas, guadañas y obeliscos con la pasividad de la señora que pasea su perrito feo por Pilarica, con la frialdad de la Charo de Usos Múltiples que insiste con la autoliquidación del Modelo 650 a familias destrozadas por el dolor; popularizando el misterio y anulando la fascinación por la trascendencia. El castellano hace de lo tremendo un trámite.

Publicidad

Se les colocan margaritas, anthurium, liatris, gerberas y crisantemos bola entre victoriosas coronas de laurel, hojas de hiedra que resucitan cada año y cipreses que rozan el cielo levantando con sus raíces travesías enteras que nunca vieron flores. La tierra ha engullido este año la tumba de Gustavo Céspedes, paisajista local ganador de varios galardones cuyas obras están expuestas en la Diputación (cuadros 762 y 763). Murió triste por no conocer mujer. Su cadáver descansaba bajo un relieve de un angelito orante y el hermoso epitafio «el arte fue su gran amor». En cuarenta años nadie se acercó a dejarle flores. Ya ni siquiera su sepultura recuerda que Gustavo pasó por este mundo inicuo, porque se la ha tragado la tierra.

En tan colosal campo, en día tan señalado, los castellanos, tan castellanos y tan terriblemente castellanos, no lloran por su padre ni rezan letanías por sus amores más antiguos, no lloran por su madre ni rezan letanías por su Patria, que son sus muertos y los que están por venir. La semana que viene muchas casas dejarán de tener caldera atmosférica.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

0,99€ primer mes

Publicidad