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Un portavoz del principal partido de la oposición repitió recientemente que en este país «tenemos el peor presidente», un aserto subjetivo que viene sonando por los mentideros políticos en boca de los populares desde que Sánchez ganó a Rajoy una moción de censura que se ... basaba en una turbia historia de corrupción del PP, que todavía se está dirimiendo en los tribunales pero que ya ha dejado un rastro de indecencia y bochorno.
Más original fue otra descalificación también reciente, según la cual Nadia Calviño sería «la peor ministra de Economía de la democracia». El exabrupto lanzado por el presidente del PP fue subsiguiente a una certera crítica de Calviño a un desafuero verbal de Casado y a un comentario que la vicepresidenta deslizó después al alcalde de Madrid: «Tu jefe es un desequilibrado». Lo chusco del caso es que pocas horas después del agudo diagnóstico de Casado sobre la primera vicepresidenta del Gobierno, Calviño era designada presidenta de la institución asesora más importante del Fondo Monetario Internacional, el Comité Monetario y Financiero Internacional (IMF). La ocasión era aprovechada por la prensa económica internacional para lanzar flores sobre Nadia Calviño, primero brillante alta funcionaria de la Comisión, ahora número dos del Gobierno de España, cargo desde el que está logrando brillantes resultados que auguran una pronta y completa recuperación tras la pandemia.. Si se piensa además que las descabelladas críticas han provenido del partido que alojó y que lució al frente de Economía a Rodrigo Rato, acusado de toda la panoplia de delitos económicos imaginables y en prisión por su inefable trayectoria de pícaro, la carcajada se vuelve inevitable.
Estos dos ejemplos que anteceden sirven para describir el clima político que estamos soportando. Es perfectamente lógico que circule la enemistad política entre el presidente del Gobierno y le jefe de la oposición, que aspira por sistema a sustituirlo y hará cuanto pueda por conseguirlo (se supone que dentro de las normas establecidas). Pero ya lo es menos que la enemistad se convierta en detestación o en algo muy parecido a la animadversión profunda, que haga imposible mantener una relación personal. Cuando la realidad es que en política, como afirmaba Borges, hay que elegir bien a los enemigos porque, tarde o temprano, uno acaba pareciéndose a ellos.
El caso es que, si bien la rivalidad es saludable y la política democrática debe ser siempre vehemente porque se supone que ambas partes defienden valores trascendentales, cuanto suponga pasar de esta brega en buena lid entre caballeros al dicterio y a la descalificación entre malandrines ya no es democracia sino remedo de prácticas autoritarias. La criminalización sistemática del adversario supone una falta de respeto que alcanza al electorado, una intransigencia que no combina bien con el pluralismo ni con la tolerancia que se supone a quien, para estar en política, tiene la obligación sagrada de considerar la posibilidad de que el contendiente pueda tener razón.
A la oposición le corresponden en la democracia parlamentaria tareas de contradicción y control. Ambas son indispensables y aunque puedan redundar por sus propios efectos en el descrédito del contrario, su objetivo principal es mantener la transparencia, evidenciar el pluralismo político -los problemas tienen más de una solución posible- y perfeccionar las normas mediante aportaciones directas. Lo que sucede aquí en nuestro Parlamento no tiene prácticamente nada que ver con este planteamiento: se busca más bien destrozar al contrario, ridiculizarlo, humillarlo incluso, y no se ve el menor atisbo de espíritu colaborador ni constructivo: las ideas del contrario siempre son abstrusas y perversas, algo que no se tiene en pie ni siquiera estadísticamente.
Es evidente que lo que logra este clima desabrido y amargo es desafección. La ciudadanía, que suele ser menos torpe que sus representantes, ya sabe atribuir la inteligencia y la estulticia: lo que requiere es que quienes están a su servicio en el Estado ofrezcan soluciones a los problemas.
En definitiva, estas líneas tratan de convergir en unas frases de José Castillejo, de la Institución Libre de Enseñanza, escritas en Londres, en el exilio: «Los hombres necesitan vivir reunidos, aunque no se amen ni simpaticen, e Inglaterra conoce ese arte». Deberíamos ser ingleses en esto por toda la posteridad.
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