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Ha hecho un año desde que en Madrid nació mi hijo menor Javier, un bebé entre cien mil ataúdes. Al día siguiente, los viejos salieron por primera vez a la calle y a vivir lo que les quedara, el brazo sobre el brazo, la ropa ... mejor, el miedo contenido y «un corazón para cada dos», que cantó Jacques Brel en 'Les vieux'. Javier comenzaba el gran paseo de la vida en la habitación de la clínica que daba a la entrada de una residencia de ancianos. Vivir era cruzar una calle en tarde de calor.
Cuando me tenía que convencer de ser prudente durante la pandemia, pensaba en aquellos viejos del primer día después del confinamiento, tan arreglados de domingo que casi iban vestidos de su propio funeral. Es mentira que uno comprenda mejor las cosas en uno mismo; yo en mí mismo no entiendo nada. Jugarse la vida de uno constituye uno de los mayores misterios del hombre, una señal de civilización y de humanismo en cuanto demuestra que el ser humano ha superado su propia animalidad, esto es el instinto de supervivencia. El ser humano deja de ser un animal cuando toma conciencia de su muerte, decide vivir junto a ella, y pone en riesgo su vida para sentirse vivo. Se ha hablado mucho estos meses de la irresponsabilidad de jugarse el pellejo que es un concepto muy líquido. A mí me reprochan que me ponga delante de un toro gente que fuma un paquete al día.
Jugarse la vida del prójimo es una cosa distinta. Sabíamos que en el último año, podríamos vivir deprisa y dejar un bonito cadáver de otro. Yo siempre pensé en los viejos y pensé en mi madre, que no es vieja aunque los dos estemos ya en esa edad en la que se empieza a charlar sobre lo que ha dicho el médico. Todo se comprende mejor si le puede pasar a tu madre. Ocho meses pasé sin ver a la mía más que por la pantalla del teléfono, encadenando conversaciones banales, hablando más del coronavirus que el comité de epidemiología de la John Hoskins. Al principio, yo siempre estaba nervioso. Recuerdo un día en que Pedro Herrero me preguntó si tenía en casa un hornillo por si se iba a la luz y yo le dije a mamá que sería buena idea sacar una buena suma de dinero en metálico. El mundo se estaba hundiendo.
Después, vino el hastío. Yo siempre estaba cansado y mi madre, harta de que le silbara al perro cerca del micrófono del móvil. Ella hablaba mucho por teléfono, que es lo que hace la gente que se siente sola. La paradoja consiste en que los abuelos se van quedando cada vez más solos en familias donde cada vez hay más gente. Quizás por eso se sientan cada vez más perdidos o los perdidos somos los demás. Por eso, al salir de la terminal de Barajas, yo la esperaba con el coche y ella no sabía decirme en qué número de puerta estaba. El número de la puerta medía un metro y medio: «Mamá: el cuatro». Estaba más nerviosa por volver a ver a sus nietos que por entrevistarse con el presidente de los Estados Unidos. Al abrazarnos, me dijo: «Pensé que no os volvería a ver». Al cierre de esta columna, ya está en casa y vacunada.
Esto se ha acabado.
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