![Un pensamiento sobre Cataluña desde el corazón de Castilla](https://s2.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2023/07/29/1451489447-k1nG-U200894735395npD-1200x840@El%20Norte.jpg)
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España en general y la derecha española en particular viven de espaldas a Cataluña. Esta realidad se hace aún más intensa y evidente en Castilla, donde tradicionalmente mantenemos con Barcelona los mismos lazos –o incluso menos– que los que podemos mantener con Oporto. España no está dividida, como Italia, entre norte y sur sino entre este y oeste. Hay una línea divisoria transversal que nace en San Sebastián y muere Cádiz y, más allá, 'Hic sunt dracones'. Quien más, quien menos, todo vallisoletano conoce Castilla y León Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco, La Rioja, Madrid, Toledo, Extremadura y la parte occidental de Andalucía: Córdoba, Sevilla, Cádiz y Huelva. Es decir, la Castilla histórica. Pero es muy frecuente encontrar a gente que no conoce Jaén, Almería, Murcia, la parte oriental de Castilla La Mancha, Castellón, Tarragona, Gerona, Aragón o incluso Navarra, más allá de San Fermín. Sí, puede que hayan estado en las playas levantinas, quizá esquiando en Jaca y un par de veces en Barcelona. Pero poco más. Cataluña no deja de ser un destino exótico al que no nos unen lazos afectivos, familiares, empresariales ni vitales. Nadie ha estudiado allí, nadie ha trabajado allí, nadie se ha enamorado por primera vez en esas calles y todo ello, en conjunto, crea un problema serio. Es evidente que España se forma de norte a sur y que las fronteras de los antiguos reinos medievales siguen presentes cultural e incluso genéticamente, como ha demostrado recientemente un estudio de las universidades de Santiago y Oxford.
Y, en esta zona, bajo una clara influencia de Madrid no solo cultural sino también política, económica y mediática, se mira a Cataluña como un dolor de muelas, como una especie de tumor incurable con el que hay que convivir. Y parte de eso hay, desde luego, ya Juan II, el padre de Fernando el Católico, murió hastiado por los condes catalanes. De eso hace casi seiscientos años y hemos ido heredando el mismo problema que, como todos los virus, va mutando para adaptarse. Pero sigue siendo un virus, un problema que ningún Mesías será capaz de solucionar porque no tiene solución. En los últimos tiempos hemos visto que allí la democracia es frágil por culpa de una muy numerosa panda de cafres con serios problemas para entender que no pueden ponerse por encima de las leyes porque eso implica ponerse por encima del pueblo del que emanan. Es decir, ser unos fascistas. Hay serios problemas también para aceptar que no son ni más ni menos que un señor de Toro y que, por ello, no deben ser tratados de un modo especial. Porque no son especiales, a pesar de lo que pueda pensar la ultraderecha xenófoba de Puigdemont.
Bien. Cero condescendencia, por lo tanto. No podemos amilanarnos o sentirnos menos que ellos por el indiscutible hecho de ser menos cosmopolitas. No meto en la saca lo de 'europeos' porque la Europa política es una cosa que se inventa Carlos V en estas tierras. Pocas visiones más europeístas que las de los Austrias mayores, tan pucelanos como Concha Velasco. Y pocas visiones más aldeanas que la de un nacionalista catalán que, quitando Barcelona, deberían mirar a Valladolid como una megalópolis. En absoluto son más que nosotros y, de hecho, en algunos aspectos –sus indicadores de democracia y civilización– son menos. Tienen bien ganado que les apreciemos, por lo general, lo justito. Pero, desde luego, es evidente que son tan españoles como nosotros, que un paisano de Palafrugell es tan español como uno de Portillo. Pero sucede que la derecha, en general, odia España. Sí, canta el himno, lleva pulseritas y lanza loas a la patria, pero, en realidad, no les gusta la España real, la que incluye a Cataluña y a País Vasco, la que habla otras lenguas –tan españolas como la nuestra– y que tiene sentimientos tan intensos y legítimos como los que podemos tener nosotros. Les gusta solo su España, una España muy limitada y, por lo tanto, ilusoria, mítica, legendaria. Irreal. España es otra cosa, algo mucho más diverso. Y aunque no estamos obligados a sentir lo mismo por uno de Vic que por uno de Triana, sí que estamos obligados a conocerlos.
En estas elecciones hemos visto que no se pueden gobernar España de espaldas a Cataluña. Y no porque sean especiales sino porque son muchos. No se puede tener afectivamente olvidada a la segunda ciudad de España, es decir, a la segunda ciudad de la cuarta economía de la zona euro. Madrid no puede 'pasar' de esa manera de todo lo que suceda más allá de la M30, el mundo no acaba en Navacerrada ni en el río Tajo. Creo que hay mucho ensimismamiento y mucho ombliguismo, lo cual se agrava por la prensa madrileña, que presenta una visión de España muy limitada en la que los no madrileños somos poco menos que unos catetos que olemos a boñiga. Y por los políticos, claro, donde siempre aparece un idiota diciendo que «sin Cataluña y País Vasco, ganaría de sobra la derecha». Ya, y sin Madrid y Andalucía, ya les cuento yo cómo quedaría la cosa. Y si mi abuela tuviera ruedas, ya saben lo que sería.
En campaña visité Barcelona y me sentí extraño, perdido y tan pequeño que me prometí ir todos los años. Porque es mi país y me respeto a mí mismo lo suficiente como para conocerlo, que implica conocerme a mí. Cuando conoces algo, lo sueles comprender. Y de ahí a perdonar hay un paso. No me gusta, no me siento especialmente bien, no comprendo las ciudades tan masificadas, tan fenicias, tan turísticas y tan problemáticas. No conozco bien su historia y no me siento en casa, pero, desde luego, si quieres a tu país tienes que interesarte por Barcelona. En caso contrario, tu país es muy pequeño y tú también lo acabarás siendo. Me tengo bien leído a Plá, sí, y también a Mendoza, a Marsé, a Vila-Matas, a Matute y a Vázquez Montalbán. Pero no es suficiente: hay que leer a Cambó, hay que leer a sus pensadores, hay que hojear La Vanguardia un par de veces por semana, hay que tomarse en serio esto, escucharlos, entender las motivaciones de todos esos constitucionalistas que tan mal lo han pasado por culpa de sus líderes ultraderechistas –mutando a progresistas por obra y gracia del de siempre– y no encerrarse en los límites geográficos, como haría un nacionalista cejijunto. Porque aquello es más. Y también es mío. Decía Wittgenstein que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» pero, me temo que, si no ponemos remedio, los límites de nuestro mundo acabarán siendo los limites de nuestro lenguaje.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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