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Hay una idea que el arte pop supo captar –para expresarla– muy bien. Y que arrancaba de la reflexión sobre una nueva realidad que ya había anunciado Walter Benjamin: cómo la reproducción técnica del objeto artístico alteraría para siempre la propia concepción de la creatividad ... estética. El retrato de una Marilyn Monroe serigráficamente múltiple, como es la plasmada por Andy Warhol, que reitera su misma imagen sobre fondos de diferente color, se convertirá en el emblema perfecto de ese cambio. Una innovación que suponía también una transformación radical. Así que, seguramente no por casualidad, la acertadísima imagen que ilustraba mi texto sobre la diversidad en estas páginas, hace una semana, rememoraba (o se hacía eco) de la obra mencionada. Varios rostros: igual cara. Vivimos un tiempo en que todo se reproduce a gran velocidad. Como las revueltas. Como la enfermedad. Como el virus. Como el miedo.
La globalización genera una enorme fragilidad y, por tanto, un desproporcionado riesgo. Se 'cae' la red y, ante el frenazo en seco de Internet, nuestro universo tecnológico se paraliza. Deja de funcionar la electricidad y se acaba el mundo. Nos hundimos en la oscuridad y la inacción. Una infección –al fin y al cabo similar a la gripe más común– muta en peste financiera, repercutiendo en las bolsas y la economía global. De otro lado, frente a lo que algunas voces alarmaron en su día como una amenaza de 'McDonaldización' del planeta, resurgen con fuerza inusitada los regionalismos y nacionalismos.
La reivindicación de 'lo propio' contra la presunta injerencia de lo foráneo. La exaltación de lo particular y local. La reacción irracional respecto a cualquier novedad. Es el reverso –o estrategia opuesta– al fenómeno que se bautizó como 'glocalismo', el cual no habría consistido sino en la implantación o 'naturalización' de lo global en cada lugar mediante su oportuno camuflaje o revestimiento localista. Ahora, los localismos devuelven la pelota a la cancha. Y el final del partido resulta incierto; hasta se diría que –muchas veces– verdaderamente paradójico.
Porque esto hace pensar en la figura distópica de aquella alimentación galáctica que, según nos contaban, consumían los astronautas en órbita y acabaría siendo –no tardando mucho– nuestro sustento cotidiano: unas pastillas o terrones con todos los sabores posibles. Si bien, lo que está sucediendo es justamente lo contrario. Continuamos deglutiendo cualquier forma imaginable de comida: manzanas reineta, peras conferencia, pasta a la boloñesa, huevos pretendidamente 'de corral', carne a la brasa o al horno de leña, espárragos trigueros, dulces singulares…
Pero todo sabe igual. Todo es casi idéntico en cualquier punto globalizado de la tierra. Uno viaja y, buscando lo típico en cada sitio, es fácil que encuentre 'tipismo global a la carta', ya se trate de platos, de fiestas, de parajes o de costumbres. Castilla y León, donde la identidad a menudo se disuelve o volatiliza en mera nostalgia, representa un buen ejemplo de cómo la auténtica diversidad puede devenir en pintoresquismo decorativo, en gigantesco museo al aire libre de inacabables curiosidades.
En dichos casos, tal transmutación de las culturas en cosas o elementos típicos constituye, sin duda, una perfecta metáfora de la época actual. Pues lo pintoresco de todas partes cada vez se va asemejando más a sí mismo. La cultura contemporánea enfatiza lo diverso, sí, aunque en pocos momentos de la historia las cosmovisiones y maneras de vivir han tendido a confluir y parecerse tanto. Se simula lo único, se vende la particularidad, se fabrican artificialmente idiosincrasias, se imita el folklore, se construye lo distinto, homologando diversidades. Se trata, como en la contrafigura ya mencionada de las 'pastillitas espaciales', de que cada producto parezca diferente mientras casi todo sabe y –en el fondo- funciona igual. De este modo ejerce lo global su tiranía o verdadera y homogeneizadora influencia: entrando en las mentes, controlando implacablemente los estilos de pensar y de existir.
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