Es del todo lógico que esta época tan neopuritana en la que nos está tocando vivir la tome con la carne. Y no hablo ahora de la carne sexual, que también, víctima de ese empeño en desdibujar las diferencias y neutralizar el choque del encuentro ... de los sexos –que cada vez más personas eligen evitar mediante las opciones que brinda el sexo virtual–. No, ahora los pecados mayores son los de la otra carne, la de los animales, que desde siempre nos recuerda que somos depredadores, que matamos para vivir.
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Es del todo natural que en una época en la que tantos individuos aspiran a la falsa pureza del que camina por la vida sin romper un huevo, ni matar una mosca, la carne moleste. Primero fueron los toros, con su ofensiva revelación, y orgullosa y emocionante ritualización, de la violencia y el peligro que anida tras la vida. Era cuestión de tiempo que llegara el asedio a la carne porque en realidad ambas cuestiones aparecen unidas en ese 'pensamiento Alicia' que aspira a sobrevolar el mundo en nubes de bondad e inclusividad, como si fuera posible vivir sin herir o ser herido.
Una vez establecida una correlación, muy discutida, pero muy extendida, entre carne, contaminación y cambio climático, era, además, del todo esperable que la unión de ambos mundos –el puritanismo moral y el alarmismo ecológico– vieran reforzados sus temores mutuos, como en esos juegos de móvil en los que la combinación de dos dichas multiplica su poder destructor.
Este es el contexto en el que hay que situar las palabras del ministro Alberto Garzón. Es un grave error pensar que se trata de una ocurrencia o un desliz. Es un discurso más que asentado.
Lo grave no es la crítica a la producción intensiva de carne (las macrogranjas) sobre las que existe abundante legislación que, en todo caso, habrá que hacer cumplir si se está vulnerando. Lo grave es la acusación de que la carne así generada es de mala calidad, una expresión terriblemente ambigua que en nuestro mundo se vincula de forma inmediata con las aspiraciones a la salud y la pureza. No negaremos que la carne 'intensiva' sea menos satisfactoria, si valoramos el gusto o la textura, pero también es más económica y es igualmente saludable.
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Lo que no es lógico, natural, ni esperable es que un ministro denigre a partir de prejuicios genéricos –aplicables igualmente a la ganadería intensiva de cualquier país– a un sector productivo en vacas flacas. Se puede apoyar la ganadería extensiva sin necesidad de descalificar a quienes aportan la mayor parte de la producción cárnica, también aquí en Castilla y León. El elogio (justo) de los menos no compensa el descrédito de los más.
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