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Al igual que el siglo XIX es una invención de Balzac y la 'Movida' madrileña es una creación de Umbral, la Sevilla que ustedes conocen nació en la cabeza de Antonio Burgos. Antes era otra cosa, una cosa bonita, por supuesto. Pero sin adjetivos. Ya estaba la realidad, sí, pero no había llegado aún el velo, ese aura sagrada que convertía la vulgaridad imprecisa de un martes cualquiera en un sueño onírico, como si todo flotara en una neblina mágica y leve. Y a ese sueño, a esa bruma emocional, se consagró como un danzante en el templo. Dice Alberto García Reyes que, «en Sevilla las cosas no eran tan bellas antes. Pero cuando Burgos las contó hermosearon». Es cierto. Él fue capaz de ver su ciudad con otros ojos, de abajo arriba, como un niño mira a su madre, desde la carne mortal a la sublimación eterna. Y lo que es más importante: logró que los demás lo empezáramos a ver igual que él, que algo reservado a los genios. Burgos cambió las cosas sin tocarlas. Y nos cerró los ojos para enseñarnos a mirar.
Ha muerto Antonio Burgos, hijo de Sevilla, hermano de Cádiz, patrón del columnismo local. Tenía ochenta años y miles de recuadros a sus espaldas. Nos ha dejado un poco huérfanos. A todos, seguramente, pero especialmente a los que tratamos de escribir en periódicos de provincias, a los que pasamos la vida presos en papeles-fallas que arden cada veinticuatro horas. Y todo para acompañar un poco sus mañanas con columnas manchadas por cafés de otros. Dice López Sampalo que «con el maestro del Baratillo, como pasó con Umbral en su día, se extingue un tipo de columnismo de lujo que ya sólo se le permitía hacer a él». Y es estrictamente cierto. A nadie le interesaba especialmente la visión de Burgos sobre asuntos políticos, sobre crisis internacionales o sobre complejísimas ideas intelectuales. De nuevo Sampalo: «Digamos que su mundo era muy pequeñito, pero él lo hacía muy grande. Como Juncal pidiéndole al limpiabotas Búfalo que le volviese a contar su gloriosa faena en El Puerto; nosotros, sus lectores, queríamos leer de nuevo al Maestro volviendo sobre la Purísima, los seises, el Corpus Christi, el arco del Postigo del Aceite, los calentitos, el Machaco de Rute, la Piedad del Baratillo, Pemán, la Virgen de los Reyes o la magnolia en flor».
Y ese es su gran hallazgo. El costumbrismo de Burgos nos abrió al resto la puerta de la escritura de cercanía y nos mostró una manera de ser y de estar en el mundo que apuesta por lo pequeño, por el barrio, por la costumbre, por el paisanaje, por los ojos de los ancianos en el mercado, por las rodillas de los niños en las plazas, por todo lo que pasa cuando parece que no pasa nada. La prensa local es un milagro diario. Y no lo es solo por la información pura y dura, por la última hora frenética o por la actualidad pegada a la noticia. También lo es por su capacidad para emocionar, para hablar con nosotros mismos, para huir de lo último y encerrarnos en lo eterno, en nuestras leyendas, en nuestras fobias y en nuestros muertos. En lo más nuestro. Yo he intentado hacer con Valladolid algo parecido a lo que Burgos hizo con Sevilla. Pero no de modo premeditado. De hecho me acabo de enterar de esto hoy, en este momento, mientras escribo estas palabras. Sus recuadros fueron una escuela, unas gafas de aumento, un lápiz que me enseñó a subrayar el mapa emocional y afectivo que es mi ciudad. Y creo que nunca se lo agradeceré lo suficiente.
Pero no solamente eso. No debemos homenajearlo solo por ser el maestro del costumbrismo y por dignificar lo periférico frente al centralismo mediático. También por darnos un motivo diario para abrir el periódico. Estamos en tiempos difíciles, feos, muy complicados para el columnista y para el lector sensible. Estamos muy cansados de política, de políticos, abatidos por esa pecina negruzca que lo impregna todo, del líquido viscoso en el que han convertido el debate público, como un charco de ranas, fangoso, pútrido, repugnante. Y este no es un oficio como los demás. Hay una llamada, una vocación como una losa. Cuando uno decide escribir columnas no lo hace para hablar de esta gente ni para pasarse las horas escuchando sus juegos de trileros. Cuando uno decide escribir columnas no lo hace para dedicar su vida a ver cómo te faltan al respeto con argumentos fraudulentos, demagógicos y manipuladores. Cuando uno decide escribir columnas no lo hace para pontificar, para provocar o para influir. Lo hace para enfrentarse a la realidad con cariño, con asombro, con el corazón encogido por su propia gente. Para ser testigos y relatores de un tiempo, de un espacio, para escribir, como dice Camacho acerca de Antonio Burgos, «siempre con el oído pegado al suelo donde resuena el eco de las pisadas del pueblo». Para temblar, para sonreír, para llorar si hace falta, pero -como Burgos-, con ingenio, con talento y con una mirada personal e intransferible. Si la prensa local pierde eso lo perderá todo. Si nos olvidamos de los ritos nos convertimos en medicamentos genéricos. Si hablamos a la comunidad como si estuviéramos encima de ella y no entre ella, acabaremos por morir de soberbia funcionarial. Por eso son más necesarias que nunca esas voces, plumas que, como Burgos, se comprometían con unas tradiciones, una estética y una mirada fundacional. Cada uno con la suya. García Reyes dice que «quien quiera seguir escribiendo sobre la tierra que le vio nacer tendrá que coger por otra calle. La obra de Burgos no tiene revisiones. No tiene discípulos. A los genios no se les puede seguir».
Y creo que tiene razón. Es nuestra elección a quién admirar, pero no es nuestra elección a quién conocer. Hemos de conocer a los maestros, respetarlos y aprender. Porque lo hicieron antes, porque lo hicieron mejor y porque este es un oficio coral, un arte colectivo que se produce de uno en uno. Aunque el camino se recorra en solitario, las vetas abiertas por otros quedan abiertas para ti. Y para el lector. Los estilos se pegan, las miradas se inician, los temas se abren. Pero ya no se cierran. Ni por parte del autor ni por parte del lector, que una vez conoce la belleza, queda para siempre sometido a ella. Y el resto vivimos buscándola eternamente, en las calles, en las miradas y en las páginas de una ciudad. Unos con mas luz y otros con más sombra. Descanse en paz Antonio Burgos. Y gracias por todo.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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