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Al caer el Zar Nicolás, hace un siglo, Rusia se desintegró. Después de guerras de independencia, a principios de los años 20 Letonia, Lituania, Estonia, Polonia y Finlandia emergieron del viejo imperio de los Romanov como nuevos países europeos. Por los pelos Ucrania no figuró ... entre ellos porque su propia lucha por la libertad terminó en una derrota a manos del ejército rojo. De todas formas, José Stalin, el recientemente instalado líder de la ya conocida URSS, tomó la pérdida de los demás territorios como un desastre absoluto e hizo su propia guerra santa para recuperar todos ellos para la madre patria.
Al final de la Segunda Guerra Mundial en 1945, la reconquista rusa de las tres Repúblicas Bálticas y Polonia era un hecho. Riga, Vilna y Tallin ya fueron capitales de repúblicas soviéticas mientras Varsovia era la capital de un miembro más del pacto que llevó su nombre. Al contrario, y hablando militarmente, resultó que Finlandia era otra cosa, uno de esos países difícil de tragar, como España en las guerras napoleónicas o Vietnam en los 60.
En 1939, después de bombardear uno de sus propios pueblos y echar la culpa a Helsinki para justificar su acto criminal, Rusia invadió Finlandia. Stalin lo tenía claro, solo hacía falta ordenar a miles de soldados y tanques invadir en masa el país nórdico y, antes de la Navidad, la bandera roja estaría ondeando en lo alto del parlamento finlandés. ¿Antes de la Navidad? ¿Cuántas veces hemos oído esto? ¡Ay! ¿Qué pasa con los asesinos de masas y sus ilusiones bélicas? Pasaron las fiestas y por fin, con 160.000 muertos y 3.000 tanques destruidos, Stalin fue obligado a firmar un tratado de paz, reconociendo la soberanía de Finlandia, pero quedándose con una franja en la frontera de las tierras que había robado, para salvar su cara roja.
Nada más tomar el poder del estado, a finales de los 90, el acomplejado Vladimir Putin visitó un monumento erigido en honor de su ídolo, el psicópata georgiano, para poner una corona a sus pies. Vlad adora al tío Pepe, como los británicos llamaban al tirano, y tiene una estatua suya puesta en casa. Pero ahora tiene problemas. Los ucranianos se resisten más de lo que calculó y han destrozado muchos de sus carros blindados. También han roto su juguete favorito, el nuevo puente en Crimea, y ni la gigantesca mesa de su despacho puede tapar la brecha. Como un niño con rabieta, lanza misiles indiscriminadamente por pura frustración. Qué patético tan peligroso.
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