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Hace treinta años, el Congreso de los Diputados debatía con ardor la Ley Corcuera. Aquella Ley de Seguridad Ciudadana que facultaba a la policía en determinados casos para entrar en las casas sin necesidad de autorización judicial. La famosa Ley de la Patada, que terminó ... tumbando el Constitucional como resultado de «la vieja tensión entre libertad y seguridad», que recordaba el jurista Emilio Olabarría.
Aunque parezca mentira, en España gobernaba entonces el mismo partido que gobierna ahora. El que se resiste a expulsar de la cámara baja al protagonista de otra patada muy diferente: no «de» la policía, sino «a» la policía. Ni con salfumán hay quien aparte de su escaño a Alberto Rodríguez, un muchacho simpático y a su modo resultón. También un ciudadano airado al que se le olvidó aquello que decía Platón de que la multitud, cuando ejerce la autoridad, suele ser más cruel aún que los tiranos.
Sin duda no es el mismo PSOE el de ahora que el de hace treinta años. El partido, con la iluminación de sus socios de gobierno, ha sabido innovar, reinventarse y progresar hasta el punto de entender cuál es el verdadero sentido democrático de una patada. Como tampoco es el mismo, por mucho que los estatutos digan lo contrario, el Tribunal Constitucional de entonces y el de hoy. En 1991, buscando el centro de la interpretación de la Carta Magna. En 2021, reforzándose sin pudor en los extremos.
El aliento de Vox eriza los cabellos de la nuca del Partido Popular, y le empuja hacia los territorios de la intransigencia. Y el cobrador del frac, que vela por que el Partido Socialista no olvide sus deudas con Podemos, ha propiciado que entren en la alta institución nuevas luminarias, que podrán arrojar luz sobre el verdadero sentido de la patada en nuestro modelo de convivencia. Si van a ser así todas las renovaciones pactadas por los dos grandes, y condicionadas por sus apósitos, preparémonos para aquello de lo malo conocido y lo bueno por conocer. Si, como dice Uslar Pietri, las decisiones tomadas en estado de tensión son «más importantes y más justas» que las tomadas en estado de equilibrio, entonces será verdad que el TC actuará, a partir de ahora, de una manera más justa. Si no, lo más posible es que el intérprete supremo de nuestro texto constitucional se convierta en un reflejo más de la incongruencia general básica en que vivimos.
En el asunto de la justicia, hay tantos partidarios de que los tribunales constituyan un poder absolutamente independiente del poder político como de que el Parlamento, como máxima expresión de la soberanía popular, siga teniendo la última palabra también en materias tan relevantes como el propio gobierno de los jueces. Dos versiones democráticas que, por desgracia, no están en el fondo de la cuestión. Porque hace tiempo que por encima del fondo lo que se imponen son las formas de nuestro Parlamento. Y, por irradiación, de nuestras altas instancias jurídicas. Formas que ya no obedecen ni siquiera a intereses políticos, siempre lícitos y necesarios. Sino más bien a servidumbres de partido.
Entre la patada de Corcuera y la de Rodríguez han pasado muchas cosas en el Congreso. Como han sucedido también en la propia sociedad de esta España demediada a la que la cámara representa. La demagogia se ha hecho fuerte y, como le ha sucedido al pobre Alec Baldwin, cada día somos menos capaces de distinguir entre pistolas de atrezzo y proyectiles de verdad, mortales de necesidad. El teatrillo parlamentario juega con fuego al dejar en entredicho todo principio de autoridad, desde la presidenta del Congreso hasta el último agente de policía que tiene que hacer frente, en las calles, al fogueo y al desfogue de una ciudadanía cada día un poco más tensionada por los extremos.
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