En un futuro inventario de las cosas simples y sencillas que nos unen a casi todos los pueblos de España, tendrán un lugar destacado las parras. Pocos pueblos conozco, de una esquina y de otra de Castilla y León y por supuesto de toda España, ... que no luzcan con orgullo una parra en las fachadas, patios y cerradas de sus casas.
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La parra da mucho con muy poco, a veces con un mero palmo de tierra: da alimento dulce y fresco cuando se acerca el final del verano (y en nuestras frías y adustas tierras castellanas, las frutas y el dulce es un alimento que escasea); da color a la piedra, al adobe o al ladrillo de las viviendas, un color vivo y cambiante que se acompasa con los calores y los fríos de las estaciones y que desaparece por completo durante el invierno; da sombra y frescor cuando más se necesita (es el toldo natural por excelencia de nuestros pueblos) y da, por último, trabajo, entretenimiento y cosas que hacer y de las que hablar a los vecinos y transeúntes de todos los pueblos, que no es poca cosa.
Las parras son un elemento arquitectónico más de la casa popular, uno inseparable que crece y evoluciona con la casa y con las familias que la habitan. La parra necesita del ser humano para sobrevivir. Crece y vive en una suerte de simbiosis con los dueños y sus viviendas, que son los guías y el esqueleto de su crecimiento, con una ingeniería popular digna de ver a base de cuerdas, alambres y clavos. Aún a día de hoy que la fisonomía popular y original de nuestros pueblos está muy alterada, una simple parra anima y embellece una insulsa construcción de ladrillo y hormigón, le da vida y la viste de fiesta y de pueblo, la engalana de dicha y de primavera y la reconcilia con el carácter popular que nunca jamás deberían haber perdido nuestros pueblos. Las parras son un buen síntoma de que una casa está habitada (creo que el mejor junto con la ropa tendida), mientras que las hiedras, los saúcos y las madreselvas son el manto oscuro de la ruina y del olvido, del luto.
Las parras son, para los que las conocen, el reloj y el calendario del tiempo y de las estaciones. Mi abuelo sabía siempre la hora del día que era o cuándo empezaban a acortar las tardes del verano con sólo mirar la sombra de la parra desde el poyo de casa. Eso a los nietos nos parecía magia, como el cambio de color de las parras y de las casas con cada estación. En el duro invierno castellano, la parra dormita e hiberna como si estuviera muerta o sólo viva por dentro, como si se compadeciera e imitara a los huéspedes que se refugian de los fríos en el calor del hogar, de la cocina o de la chimenea. En invierno la parra deja desnuda a la vivienda, desprotegida y vulnerable, con sus imperfecciones y sus heridas y cicatrices a la vista. Cuando llega la primavera, el renacer de la parra con sus nuevos brotes y sarmientos que conquistan tierras vírgenes de la vivienda, nos reconcilia de nuevo con la esperanza de un mundo cíclico que gira y con el incomprensible milagro de la vida. Sólo en verano, cuando el resto del campo y del páramo está seco y agostado, luce la parra su verde más intenso y sus frutos más maduros, y sólo cuando vuelven los fríos y las lluvias en el otoño, cuando ya se han cogido todos los racimos, la parra se agosta como el oro y se tinta como el vino. Es un cuadro que hay que vivirlo para verlo y que nunca jamás me canso de observar.
Las parras solían plantarse siempre en momentos especiales y son el recuerdo de un sinfín de historias sin contar: el nacimiento o la boda de un hijo, el entierro o el fallecimiento de un abuelo, el milagro de sobrevivir a un accidente, el año que se terminó la reforma de la casa o el día que un hermano o un tío se marchó para siempre a la capital. Es una bella manera de recordarlo. Supongo que, como la parra es una planta muy querida y provechosa y vivaz y resistente, los que las plantan confían en que les sobrevivan y en que los que conozcan la historia o la efeméride la cuiden. Cuando recorro los pueblos, me gusta pensar en las historias que hay detrás de cada parra. Muchos recuerdan el día y el año en el que la plantaron. Recuerdo que este verano, los hermanos Crespo de Morcuera (Soria) me dijeron que ellos plantaron su parra moscatel (comprada a uno que venía de Valencia a los pueblos de la tierra de San Esteban de Gormaz a vender naranjas) cuando volvieron de la mili en el año 1982 y que desde entonces van todos los años a podarla y a coger los racimos antes de que se los robe el vecino.
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Es cierto que da mucho con muy poco, pero como todo en los pueblos y en la naturaleza, también requiere cuidado, dedicación y esfuerzo y enseña a ser paciente, a tener cuidado y a observar el tiempo. Si no se poda y si no se cuida con tino y tiento, no da fruto. En aquellos pueblos en los que no abundan las frutas y las viñas, las uvas de las parras suelen ser el banquete predilecto de innumerables pajarillos (suelen ser cantarines y volar con susto y estruendo al pasar) y de numerosos insectos que la colonizan y la hacen enfermar. Cuando a la parra y a los racimos los coloniza la avispilla, la parra se pone amarilla como con los fríos del otoño. En los años buenos, también hay que tener cuidado con que no se venza o se tronche alguna rama por el peso de los racimos. Mi abuelo la solía calzar con palos y cuerdas y a mí esa imagen me recordaba a un hombre tullido, con su cabestrante y su muleta. A mi abuelo le gustaba mucho comerse las uvas con pan y no escatimaba nunca en esfuerzos en el cuidado de su parra. Cuando ingresamos una vez a mi abuelo en el hospital, cuando le hablé de las gallinas y del huerto que trabajaba su prima Sole, lo primero que me preguntó es que si habíamos podado la parra del huerto.
Las parras de nuestros pueblos son lo más parecido a los ancestros de las vides que hoy pueblan los cerros y riberas de media Castilla y León y que producen uno de los mejores vinos del mundo. Como las propias casas, eran sagradas y un símbolo y una señal de la clase y la condición de la familia. Hay parras en nuestros pueblos que son verdaderos árboles centenario, monumentales, que nadie sabe cuándo y porqué se plantaron. Muchas son tan grandes que, si reina la concordia, se comparten entre varias casas y cocheras vecinas. En las ciudades no hay parras, ni siquiera en los parques o en los modernos jardines verticales (y eso que creo que son las parras los primeros jardines verticales y que existen desde mucho antes de que se inventara el término).
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La parra es un árbol o una planta individual, que reclama una dedicación, un cuidado y un esfuerzo y que necesita de un pequeño colectivo para crecer y sobrevivir. Quizás por todo esto que digo y aún más por todo lo que no digo, pero siento, la parra es el símbolo por excelencia del buen hacer, del espíritu popular y de la idiosincrasia tradicional de todos nuestros pueblos. Si tienen ustedes una casa de pueblo y recuerdos o historias que inmortalizar, planten y cuiden una parra.
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